martes, 30 de mayo de 2017

La fábrica de la felicidad

Tan acostumbrada a perseguir lo imposible, tan acostumbrada a caer sin poder levantarse, decidió aferrarse a la fantasía de que el cambio le daría lo que tanto había estado esperando. Sin embargo, todo siguió igual. Sus objetivos, lo que perseguía, no eran más que ilusiones y ella seguía sin encontrar su lugar. Poco a poco, comenzó a entender que probablemente estaría sola para siempre, que el ser humano está condenado, no a la soledad, sino a esperar que esa soledad sea finita, a creer que alguien puede llenar ese vacío que parece intrínseco a la especie entera. ¿Acaso saberlo la hacía más feliz? Para nada. El conocimiento y la felicidad son dos cosas que no suelen ir de la mano y, pensándolo mejor, quizá prefería la segunda antes que la primera. Ignorante y feliz, qué lindo sonaba eso.
Caminó y caminó hasta llegar a su destino, la fábrica de la felicidad. Había tomado una decisión en el momento mismo en el que sus ojos se abrieron de par en par y supo que no volvería  a ser capaz ni si quiera de pestañar. Al entrar, se encontró con rostros sonrientes que le indicaron el camino hasta la oficina de su doctor. Intercambiaron dos o tres palabras de cortesía pero, en ese estado, ella no era capaz de verlo con buenos ojos. Decidió pasar de la conversación trivial y le pidió que se apresurara a realizar su trabajo así podía irse; así su sufrimiento existencial pasaría al mundo del olvido.
El sol le pareció más brillante que nunca cuando salió; los caminantes, usualmente el recordatorio de esa soledad que tanto la aterraba, se convirtieron en posibles piezas del rompecabezas  que completaría y llenaría el vacío de su corazón. El mundo le parecía un lugar lleno de esperanza; se sentía feliz. ¿Y sus miedos? ¿Y sus preocupaciones? Esas palabras ya no existían en su vocabulario.

Caminó y caminó y siguió caminando, en busca de esas nuevas ilusiones que con tanto ímpetu solía perseguir y que tanto dolor le habían causado en un pasado muy lejano.

lunes, 29 de mayo de 2017

Capítulo 3

Gianna.

Encontramos a tu hermana. Esas cuatro palabras resuenan una y otra vez en mi cabeza, en diferentes tonos y de diferentes maneras, pero siempre siendo las mismas. Samantha. Dios, hace seis meses que no tengo noticias de ella. Me pregunto a dónde habrá terminado. Para ser sincera, una parte de mí creía que había muerto, que había desaparecido. Lo peor de todo es que, esa pequeña parte de mí que  había dejado de concebir el mundo en donde yo tenía una hermana, en donde Samantha Priori existía, era feliz. Sin embargo, al recibir el parco mensaje de texto de mi padre diciendo que la encontraron, me sentí aliviada. Esa ilusión de felicidad que había creído sentir ante la no existencia de mi hermana menor ha sido reemplazada por la alegría, en todo su esplendor, de saberla viva. Quién me entiende.
-¿Vino desde muy lejos señorita?-Me pregunta el taxista sacándome de mis propias cavilaciones.
-Buenos Aires.
Después de todo el incidente de Sam no podía soportar seguir conviviendo con nuestros padres; no podía seguir conviviendo con la depresión, la culpa y la ira que se habían vuelto huéspedes permanentes de nuestra casa. Solicité una beca para continuar mis estudios universitarios en Buenos Aires y, gracias a los contactos que había conseguido en el seminario de nuevo periodismo un año atrás, logré conseguir una compañera con la cual compartir departamento. Mis padres no objetaron mi decisión, e incluso parecieron aliviados de no tener que cargar conmigo en ese momento.
-¿Y qué la trajo de vuelta por estos lados?
En general, me gusta cuando los taxistas sacan tema de conversación porque eso hace que me sienta menos sola, eso hace que vaya descubriendo gente amable en mi vida cotidiana y deje de pensar que el egoísmo y la crueldad no tienen cura. Pero hoy, el sonido de una voz ajena basta para ponerme los pelos de punta. Hasta que no me encuentre cara a cara con mi hermana y me cuente qué fue lo que paso, no voy a poder quedarme tranquila. A pesar de ello, no me siento capaz de ignorar al pobre hombre y respondo lo primero que cruza por mi mente:
-Mi hermana va a casarse.
-Qué hermoso. Hay algo mágico en los casamientos, ¿no lo cree?
Intento sonreír, con todas mis fuerzas lo intento. Parece funcionar porque, por el espejo retrovisor, noto que el anciano me corresponde. Esta conversación tan trivial, tan normal, logra hacerme olvidar qué es lo que estoy realmente haciendo de vuelta. Hay algo en exceso atractivo que va ligado al hecho de pretender ser alguien más. Es algo que logra que nos liberemos del peso de ser nosotros mismos y de nuestros fantasmas aunque sólo sea por meros segundos. Es eso, o quizá el hecho de que en realidad sí necesito hablar, lo que me hace seguir hablando.
-Mis padres no están muy de acuerdo con el hombre que ella eligió, pero yo creo que si en verdad se aman nadie tiene por qué entrometerse.
-Estoy de acuerdo hija. Todos tenemos derecho a tomar nuestras propias decisiones.
Estamos frente a la puerta de mi casa antes de que pueda seguir hablando.
-Buena suerte querida-Me dice una vez que me bajo del vehículo.
Sonrío, porque qué otra cosa puedo hacer. La enorme puerta de vidrio con la cual conviví toda mi vida se me aparece como un objeto extraño y amenazador. Una vez leí en un libro que la distancia funciona como el tiempo. Creo que nunca había terminado de entender su significado hasta ahora. Sólo me fui seis meses, no el suficiente tiempo como para que olvidase las cosas de las que solía rodearme cuando vivía con mis padres, pero por cada kilómetro que había puesto de distancia entre mi vieja y mi nueva vida, parecían haber pasado cien años. Todo a mi alrededor parece desconocido, fuera de lugar incluso. Y las cosas empeoran cuando entro a la casa. Apenas cruzo el umbral de la puerta me aturde el silencio. Jamás había estado tan silenciosa.
-¿Mamá?-Le pregunto al aire-¿Papá?
Mi voz parece demasiado alta y mis pasos demasiado estruendosos.
No veo a ninguno de los dos hasta que no me encuentro en su cuarto, donde sorprendo a mi madre hecha un ovillo sobre la cama, llorando como jamás la había visto llorar.
-¿Mamá? ¿Qué pasó?
Miles y millones de teorías y situaciones hipotéticas comienzan a superponerse en mi cabeza, resultando dominante la peor: Samantha murió. Cierro mis ojos, inspiro una bocanada de aire, juntando fuerzas para no quebrar yo también, y me acerco a abrazar a Andrea.
-Tu papá…-Susurra.
Me sorprendo también ante el tono de su voz. Es apenas audible, ronco, en nada parecido a su usual tono cantarín.
-Mamá, por favor. ¿Qué pasó? ¿Papá está bien?
Su instinto maternal parece dominar su psiquis al captar la súplica en mi voz y los sollozos cesan.
-Él… Él se fue. Me dejó.
Debo admitir que esto sí que es algo inesperado.
-¿A dónde se fue?
-No lo sé-El instinto vuelve a desaparecer, abriendo camino a los incontrolables sollozos.
-Mamá voy a ir a hacerte un té para que te recuperes, pero necesito que cuando vuelva me digas con exactitud qué fue lo que pasó.
No tengo ni la menor idea de si entiende o no lo que le dije puesto que se limita a asentir débilmente con la cabeza, pero bajo a hacerle el té de todas formas. Me cuesta un poco recordar dónde encontrar cada cosa, pero logro prepararlo sin ningún inconveniente. No me atrevo a llamar a papá; no todavía. No sé si es porque nuestra relación nunca fue demasiado cercana y no estoy acostumbrada a dialogar con él sin mamá o Samantha de intermediaras, o porque no estoy psicológicamente preparada para enfrentarme a la realidad.
Al retornar a la habitación, veo a Andrea en la misma posición que cuando me fui. Es una imagen patética, triste. Mi madre siempre fue demasiado estoica, siempre mantuvo su compostura sin importar la situación ni cuán afectados estuviesen los otros. Verla a ella en semejante estado es una desilusión, es ver cómo todo sobre lo que  te habías sostenido a lo largo de tu vida se desmorona.
-Toma mamá, acá está el té.
Se sienta y agarra la taza con parsimonia, en cámara lenta. Ninguna de las dos emite palabra alguna mientras Andrea ingiere la infusión de a pequeños sorbos. De pronto, la imponente mujer que me crió se convierte en una niña indefensa que necesita consuelo. ¿Por qué será que la depresión y la tristeza nos retrotraen a comportamientos infantiles? Mi teoría es que, al ser emociones tan primitivas, requieren de respuestas y comportamientos semejantes, obligando a quien las padece a volver a las actitudes más infantiles. Pero no es más que una simple teoría.
Una vez que mamá vacía la taza vuelvo a preguntarle qué pasó. Noto que la turbación y las lágrimas amenazan con reaparecer pero  mantiene la compostura.
-Tu hermana. Eso pasó.
Mi corazón da un vuelco y me asombra el odio que destilan sus palabras.
-¿Samantha está viva?
Mi voz es apenas un murmullo.
-Si es que a eso se le puede llamar vivir….
-¿Qué estás diciendo? Mamá por favor se clara.
-Tu hermana está en Rosa de los Vientos Gianna, está en un psiquiátrico.
Una parte de mí, la que se alegraba al pensar que existía la posibilidad de que hubiese muerto, no se sorprende al oír la noticia.
-¿Y cómo terminó ahí?
-Quién sabe. Samantha siempre hizo lo que quiso sin darle explicaciones a nadie. Sólo ella sabe por qué hace lo que hace.
-No hables así de ella-Susurro.
La otra parte de mí, la que anhela volver a tener interminables conversaciones con su hermana menor hasta la madrugada, la que extraña ser alguien a la que recurrían en busca de ayuda o consejo, no soporta la idea de que ataquen a Samantha. Mucho menos nuestra propia madre. Como en los viejos tiempos, me pongo en el papel de abogada de mi hermana menor.
-¿Y qué querés que diga? ¿Qué estoy orgullosa de mi hija? Por favor Gianna no seas ridícula. Sé que siempre defendiste a Samantha pero seamos realistas.
-Pero, ¿estás segura que…?-Las palabras parecen no querer salir de mi boca.
Andrea arquea las cejas y noto el rastro de una irónica sonrisa amagando con hacer acto de presencia.
-¿Qué si estoy segura de que está loca?-Completa la pregunta por mí.
Asiento débilmente con la cabeza.
-Después de ver lo que vi, totalmente segura.
-¿Qué pasó cuando fueron a verla mamá? ¿Cómo está ella?
-Es un desastre hija.
Andrea suelta un suspiro dramático y noto que, poco a poco, su postura se va volviendo cada vez más erguida. Me pregunto si el hecho de que Samantha, la persona con la que parecía jamás tener paz, esté lejos al fin y poder contar su historia es lo que le da satisfacción, lo que hace que se recupere. Destierro la idea, no por improbable, sino por miedo a la imagen de mi madre como un ser tan cruel.
-Primero que nada, su aspecto es deplorable. Tenía los pies descalzos, inmundos; el pelo enmarañado y sucio, largo como nunca antes lo tuvo; sus ojos estaban rojos, como inyectados en sangre. Y las ojeras…  Dios mío eran las ojeras más pronunciadas que vi en mi vida. Incluso le latía la vena que tiene bajo el ojo derecho. Tengo que admitir que daba miedo mirarla. Sin mencionar su exagerada delgadez, claro. Se nota que hace tiempo no come bien-Hace una pausa para tomar aire y luego agrega-Eso es lo que consigue al abandonarnos y tratarnos como lo hizo. Como te dije, nunca le importó nadie más que ella y mirá a dónde la llevó esa actitud.
-Mamá, ¿estás escuchando lo que estás diciendo? Dios mío, ¡es tu hija! ¿Cómo podés hablar así de ella? ¿Cómo puede importarte tan poco el hecho de que esté en Rosa de los Vientos? Quién sabe qué fue lo que le pasó cuando se fue. Podría haber estado muerta mamá y a vos lo único que te importa es cuánto hirió tu ego el hecho de que se haya ido de casa.
No sé de dónde sale la ira que me impulsa a hablar, a decirle a Andrea todas estas cosas. Lo único que sé es que no puedo quedarme sentada escuchándola hablar así de Samantha, con la imagen de mi hermanita demacrada, encerrada en un psiquiátrico por quién sabe qué causas.
-No voy a soportar que otra de mis hijas me trate como se le de la gana Gianna. Tuve demasiado con tu hermana. Suficiente tuve que soportar con que te fueras a otra provincia porque no podías quedarte con tu familia a lidiar con el problema en el que nos había metido Samantha. Sabés dónde está la puerta. Probablemente el inútil de tu padre te reciba, sea donde sea que se esté quedando. Juntos pueden jugar a los detectives si quieren pero es obvio que van a terminar llegando al mismo destino que ahora: Samantha está loca.
Sin poder seguir oyendo sus crueles palabras corro escaleras abajo, salgo hasta el jardín y me hago un ovillo en la vereda, llorando de la misma forma en la que encontré a Andrea una hora atrás. Sé que debo llamar a papá, pero no puedo. ¿Y si él también dice que Sam está loca? ¿Y si él tampoco quiere hacer nada para ayudarla? Sólo entonces caigo en la cuenta de que en ningún momento le pregunté a mi madre cómo supieron dónde encontrar a Sam. Lo anoto en la lista de cosas de las que hablar con papá.
-¿Gianna?
Levanto la vista, a sabiendas de que mi rostro debe ser un desastre, y me encuentro frente a frente con la última persona a la que hubiese querido ver después de enterarme el paradero de Samantha.
-Tobías-Susurro.


jueves, 25 de mayo de 2017

Imposible atrapar una quimera

Con él creí encontrar el amor. En realidad, con muchos creí encontrarlo. Sin embargo, con él fue con el único con el que lo sentí real; con el único con el que no sentí que estaba persiguiendo una fantasía, un ideal.
Ahora, él está con ella. Y yo... qué decir. Y yo acá estoy, caminando, corriendo y buscando. Intentando atrapar lo que en él creí hallar.

Cliché

El mundo es absurdo, no hay otra palabra para describirlo. Nuestra existencia entera es absurda. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Para qué existimos? ¿Por qué? Son preguntas que no tienen y que, posiblemente, jamás tengan una respuesta. Lo único que sé con certeza es que nacemos para morir y, sin embargo, ¿quién sabe lo que es la muerte? ¿Quién sabe qué es lo que nos espera al finalizar nuestro recorrido por el mundo?
Vivimos aferrándonos a personas, situaciones y a objetos que tarde o temprano tendremos que soltar. Sufrimos, amamos, lloramos, reímos, y todo eso ¿para qué? ¿Somos biología o sociología?
Digo que odio a la sociedad pero a) ni si quiera sé concretamente qué es la sociedad y b) tampoco hago nada para desligarme de ella. Es como que quiero intentar buscar una forma de rebelarme, pero siento que esa misma rebelión es parte del plan macabro del maestro de ceremonias (vaya uno a saber quién es). Y, además, ¿cómo puede uno rebelarse contra lo que no conoce? No puedo rebelarme si no sé contra qué lo hago.
Y tenemos luego a la soledad, ¡oh, bendita soledad! Nos sentimos solos cuando estamos acompañados y nos sentimos acompañados cuando estamos solos, y viceversa. ¿Tiene sentido? Algunas veces me aterra que la posibilidad encontrar a alguien que nos sostenga, alguien que nos guíe (o por lo menos que esté igual de perdido que nosotros) sea meramente quimérica. Nacemos y morimos solos, eso es lo que muchos dicen. Sin embargo, también me gusta imaginar que existe alguna especie de fuerza metafísica encargada de unir a esas almas que pertenecen a estar las unas junto a las otras. Y con esto no estoy hablando del romance burdamente entendido, estoy hablando del amor en su totalidad. Tomemos, por ejemplo, a la amistad. Cuántas veces conocemos a una persona que parece entendernos como siempre habíamos soñado, en la cual depositamos todas nuestras esperanzas de completud. Y cuántas veces esperamos que ellos logren darle a nuestra existencia el sentido que nosotros nunca pudimos descifrar y cuántas veces nos terminan decepcionando si fallan, o si no actúan como nosotros esperábamos. Qué seres egoístas somos los seres humanos. Nuevamente aparece la duda del por qué.

Todo es absurdo, nada tiene sentido, estoy divagando. 

miércoles, 24 de mayo de 2017

Capítulo 2

Salvador.
Siento a mi cuerpo moverse en dirección al que será mi próximo empleo pero yo no me siento sujeto parte de la acción. Probablemente porque todavía no termino de asumir que mis viajes por el mundo terminaron. La negativa de la comunidad científica ante mi petitorio de beca para investigación me obligó a enfrentarme a la escasez de recursos. Por suerte, Ariana pudo convencer a su madre de que me ofreciese un trabajo (tras modificar mi currículum, por supuesto), razón por la que estoy dirigiéndome, un lunes a las siete de la mañana, al instituto psiquiátrico Rosa de los Vientos.
-Bienvenido a Rosa de los Vientos. ¿Qué puedo hacer por usted?
Mi yo metafísico  parece volver a conectarse con el material y soy consciente de que me encuentro frente a la recepción del instituto. Observo el lugar, sin sorprenderme de la cantidad de blanco que hay a mi alrededor. Lo único que parece contrastar con la sobreabundancia de dicho color es el escritorio caoba de la mujer que está sentada frente a mí, observándome como si esperase a que dijera algo. Cierto, acaba de preguntarme algo.
-Soy Salvador Presma-Le respondo, plasmando en mi rostro la sonrisa más encantadora que logro esbozar-Tengo una entrevista con la señorita Velázquez.
-Oh si, por supuesto doctor Presma. Disculpe, es sólo que no estaba esperando a alguien tan…joven.
Reprimo el impulso de borrar la sonrisa y poner los ojos en blanco. ¿Por qué será que las mujeres tienden a aferrarse a la más mínima señal (o lo que ellas creen es una señal) de interés? ¿Acaso no entienden que una sonrisa no es más que una sonrisa? Nota mental: evitar ser demasiado amable con esta regordeta mujer de labios exageradamente rojos y grandes ojos oscuros, claramente anhelantes de una mínima señal de atención masculina.
-¿Podría indicarme cómo llegar a su oficina?
-Sí, sí. Por supuesto-La mujer vuelve a ruborizarse y se pone de pie, intentando disimular su incomodidad.
Me guía por un pasillo que se encuentra al atravesar una puerta ubicada exactamente detrás de la silla de la secretaria, hasta llegar a la puerta del fondo. Ésta tiene un cartel en letras doradas que reza Gabriela Velázquez. Imponente, el dorado es un color imponente. La mujer se queda parada sin hacer ni decir nada, por lo que me veo obligado a golpear la puerta yo mismo (volviendo a reprimir la irritación). Al abrirse, veo aparecer frente a mis ojos a una mujer de porte erguido, extremidades largas y delgadas, pelo negro y corto hasta los hombros, y unos ojos verdes que parecen demasiado fríos como para intentar analizarlos. Esta mujer no se parece en nada a la imagen que me había hecho de la madre de Ariana en mi cabeza.
-Buenos días. Usted debe ser Salvador Presma-Su voz suena tan rígida como lo es su postura.
-En efecto señorita Velázquez. Un placer conocerla al fin.
Extiendo mi mano hacia ella a modo de saludo. La mujer me la estrecha y, otra vez, me sorprende su firmeza y seguridad.
-Creo que ya podés retirarte Marcela. El doctor Presma y yo tenemos una entrevista pendiente.
-Disculpe señorita Velázquez.
Dicho eso, y tras dedicarme una última mirada con lo que cree es disimulo, Marcela se retira por el mismo pasillo por el que vinimos.
-Pase por favor doctor.
Su oficina no refleja ningún tipo de gusto o característica personal. Las paredes están pintadas de color gris, los muebles son de madera y no veo ningún cuadro, fotografía u objeto que podría darme un indicio de quién es Graciela Velázquez. Suelo ser un buen observador, logrando entrever las facetas ocultas de la gente incluso antes de que me muestren la máscara que han decidido lucir. Y suelo usar eso a mi favor, porque saber quién es alguien incluso antes de saber quién quiere o pretende ser, puede resultar sumamente útil a la hora de obtener beneficios de su parte. Sin embargo, la oficina de mi futura jefa no me dice nada.
La observo acomodarse en la silla de cuero negro detrás de su escritorio y extender una mano hacia el lugar frente a ella, indicándome que la imite. Sin dejar de sonreír acato la silenciosa orden.
-Mi hija ha hablado mucho de usted doctor Presma-Dice Velázquez sin dejar que sobre nosotros caiga el silencio incómodo.
-Espero que hayan sido buenas referencias.
La mujer no sonríe, dándome a entender que esa no es la estrategia apropiada para abordarla.
-Su currículum es impresionante, debo admitirlo. Cuénteme un poco más acerca de su experiencia en Afganistán .
Me sorprende que, de toda la sarta de proezas y actividades que incluyó Ariana en mi currículum, su madre decida preguntarme acerca de la única verdadera, la única de la que en realidad puedo hablar.
-Era un lugar muy pobre y necesitaban ayuda médica. Yo apenas tenía veinticinco años, recién salido de la Universidad, listo para explorar el mundo. Fue una experiencia gratificante. En un principio, realizaba únicamente tareas pediátricas, porque los niños eran los más afectados. Pero, a medida que avanzaban las guerras y el panorama se volvía más violento, comenzaron a aparecer hombres con trastornos psiquiátricos.  Un médico no puede tomar partido así que atendíamos a todos por igual, al violento y al violentado.
-¿Le fue difícil mantenerse neutral en ese tipo de situaciones doctor?
Algo en el tono de Graciela Velázquez hizo que levantara la vista y la observara con fijeza por unos segundos. Su rostro se mantiene imperturbable, luciendo la misma expresión que tenía al salir de su oficina para recibirme. Me pregunto por qué le interesa tanto el tema de la guerra; el tema de Afganistán, el tema de la neutralidad. ¿Acaso…? No, eso es imposible. Es imposible que esta mujer (o cualquier otra persona que no fuésemos Ariana o yo) sepa qué fue lo que realmente pasó en Afganistán.
-Para nada.
Estoy seguro de que sabe que estoy mintiendo, así como también ella es consciente de que yo sé que sabe que no estoy diciendo la verdad. Ninguno de los dos dice nada por un momento. Nos mantenemos mirándonos a los ojos, estudiándonos, analizándonos. Siempre ocurre lo mismo cuando se busca trabajo en una institución: el empleador necesita saber cuánto están dispuestos a soportar los empleados, qué clase de personas son, cuánta habilidad tienen guardando secretos. ¿Por qué es relevante guardar un secreto en una institución? Porque éstas están construidas sobre redes de mentiras y secretos que se van entrelazando unas con otras hasta construir un colchón de aterrizaje seguro para quienes tienen el poder, el control. Supongo que Velázquez ve en mí una gran habilidad para guardar un secreto porque ninguna otra cosa puede explicar que de sus labios salga, así sin más, lo que dice a continuación:
-Bien, creo que todo está demasiado claro en su currículum como para que sigamos extendiendo esta entrevista. Tengo cosas que hacer. Bienvenido oficialmente a Rosa de los Vientos.
Se pone de pie y extiende un brazo hacia mí. Sorprendido por la velocidad de la entrevista hago lo propio con mi brazo y sellamos un acuerdo del cual no creo estar cien por ciento seguro de conocer todas sus cláusulas.
-Su horario de trabajo es de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, de lunes a viernes. Si lo necesitamos algún fin de semana lo llamaremos pero por ahora no están incluidos en su horario de trabajo habitual. La lista de pacientes con sus respectivas medicaciones y condiciones se encuentran en su oficina. Aquí tiene las llaves y cualquier cosa no dude en llamarme a mí o a Marcela.
Tomo las llaves, asiento y salgo de la oficina, aún estupefacto. Esto no puede haber sido tan fácil. Antes de dirigirme a mi nueva oficina, aunque tras haberme alejado de la oficina de mi nueva jefa, llamo a Ariana.
-¿Qué querés?-Pregunta sin siquiera saludarme.
-¿No vas a felicitarme por haber obtenido el trabajo de manera oficial?
-Era obvio que te iba a contratar, el currículum que te hice es impresionante.
-Esa misma palabra fue la que usó tu madre para describirlo. Aunque, sorpresivamente, por lo único por lo que me preguntó fue por Afganistán. Creí que lo habías sacado.
La oigo suspirar al otro lado de la línea.
-¿Qué le dijiste?
-Lo mismo que le digo a todo el mundo que me pregunta. Pobreza, niños, enfermos mentales, neutralidad. ¿Qué otra cosa podría decir?
-¿No mencionaste a…?
-No Ariana. Dios, ¿cuándo la he mencionado en alguna conversación? Si vamos a hacer esto juntos voy a necesitar que tengas un poquito más de fe en mí.
-Confío en vos Salvador, es sólo que todo esto es muy complicado. Mentir, tener que cuidar todo lo que decimos y todo lo que hacemos constantemente.
-Lo sé, lo sé. Nunca te olvides de por qué estamos haciendo todo esto Ariana. Va más allá de mí, más allá de vos y más allá de ella.
-Sí, tenés razón. Estoy cansada, nada más. Me alegra que la entrevista haya salido bien.
-A mí también. Descansa un poco Ariana, lo mereces.
Sin esperar a que me responda le pongo fin a la llamada. Ahora sí me encamino a mi nueva oficina. El interior es una réplica exacta de la oficina de Graciela Velázquez, lo que me confirma mi hipótesis de que en ella no había ningún resabio personal. Dejo mi maletín en el sillón de cuero negro asignado para los pacientes (el cliché de los consultorios psicológicos o psiquiátricos) y permanezco unos minutos observando el cuarto. Tras el escritorio hay un gran lleno de cajones (cada uno marcado con una de las letras del abecedario), el cual asumo es el que contiene todos los expedientes médicos. Me acerco a él, abriendo todos los cajones aunque sin sacar nada. No sé si estoy listo para ver a la gente que han metido en este lugar; no sé si estoy listo para intentar comunicarme con ellos; no sé si estoy listo para volver a encontrarme con la parte de mí mismo que cree que aún hay esperanzas. El discurso lo tenemos todos, pero el accionar es sólo de algunos pocos. ¿Qué pasa si Salvador Presma es solo un hombre de discurso?


lunes, 22 de mayo de 2017

Y si...

¿Y si ese sentimiento de incompletud que parece motivarnos a buscar a alguien más, que encaje con nosotros, que nos de lo que no tenemos, no fuese más que la mera certeza de sabernos insignificantes en este mundo tan hostil? Quizá buscamos consuelo en el otro, no porque creamos que de verdad va a completarnos, sino porque necesitamos un segundo de tranquilidad, porque necesitamos una seguridad dentro de tanta incertidumbre. Quizá ese “otro” no es más que un analgésico: detiene el dolor pero no lo elimina.

Capítulo 1

Samantha.
La oscuridad me abrasa por completo y estoy a punto de hundirme en el abismo cuando, de pronto, abro los ojos. Me encandila la claridad de la habitación en la que me encuentro y tengo que pestañear varias veces antes de poder acostumbrarme a la luz. Estaba soñando que me hundía en el vacío, otra vez. Uno pensaría que tras tener el mismo sueño noche, tras noche, tras noche, aprendería a acostumbrarse y dejaría de tenerle ese miedo visceral que nos hace sudar e hiperventilar. Pero no. El miedo y la oscuridad no me abandonan, así como tampoco el hastío que me provoca saberme en un lugar al que no pertenezco.
Oigo el crujir de la puerta al abrirse y, contrayendo todos mis músculos en estado de alerta, clavo la mirada en la mujer que entra a la habitación a paso de gacela, atenta a cualquier reacción del que cree es su predador. Son seguramente las nueve de la mañana, hora en la que, sin falta todos los días, la enfermera trae una bandeja con mi desayuno y los medicamentos recetados por el doctor. No tengo permitido tener objetos como relojes, porque se supone que no me ayudan en el “proceso de curación”, así que tuve que mirar un día uno que llevaba puesto mi psiquiatra y pasarme la noche en vela contando los segundos hasta que logré incorporar el horario a mi organismo. A decir verdad, creo que la prohibición de los relojes se debe a que no les gusta que tengamos conciencia de la vida en el exterior porque, y lo digo desde la propia experiencia, la incertidumbre me pone más histérica que el conocimiento del tiempo.
-Estás despierta-Comenta la mujer, más para sí misma que para mí.
Me limito a continuar observándola con fijeza, admirando los finos rasgos de su rostro. Lleva el sedoso pelo castaño atado en un rodete, lo que resalta sus gélidos ojos grises y sonrisa bonachona. Me pregunto cómo me verá ella a mí, cómo luciré en este momento. Otra de las prohibiciones de la institución son los espejos, elementos perjudiciales para personas con trastornos alimenticios, esquizofrenia, entre otros.
-¿Seguís sin hablar querida?-Pregunta.
Intento sonreír, pero por la expresión de la enfermera, dudo haber provocado el efecto tranquilizador deseado. He ahí otra de las múltiples formas en la que se malinterpreta lo que intento transmitir. Ojalá supiera lo que pienso. Ojalá todos supieran lo que pienso. Así todos podrían entenderme y desaparecerían los malos entendidos, principal causa por la cual gente como yo termina en lugares como estos.
-Los medicamentos-Me recuerda.
Casi podría decir que me ofende el hecho de que se quede en el cuarto hasta que tomo los medicamentos. Como si no los tomara todos los días. Como si no me gustara lo adormilada que me hacen sentir después. Y como si no estuviese ya en el punto de la resignación, en el cual creo que es mejor seguir la corriente antes que intentar, nuevamente, explicar por qué no debería estar ingiriendo ningún tipo de droga. Sin decir una sola palabra, agarro el frasco con las dos pastillas rosas y las dos naranjas y me las trago sin siquiera tomar agua. No la necesito. El dolor de garganta que provoca su descenso hasta mi estómago me hace sentir una especie de molestia placentera, porque el hecho de que algo me provoque aunque sea el más mínimo dolor, me recuerda que estoy viva. ¿Qué mejor que la certeza de saber que seguimos existiendo?
La enfermera vuelve a sonreír, me obliga a abrir la boca para comprobar que me las haya tragado a las cuatro y se retira sin decir nada más. Al no sentir hambre, dejo de lado la bandeja con comida y vuelvo a acostarme en la cama, donde las sábanas ya se tornaron frías otra vez, y donde me preparo mentalmente para incursionarme en ese  negro abismo aterrador que me acompaña cada vez que cierro los ojos.
Es un desierto la calle en la que solía estar mi casa. ¿Por qué está tan vacía? ¿Qué pasó con la gente? Generalmente a esta hora ésta se encuentra atestada de niños jugando, adultos caminando por los alrededores haciendo ejercicio, adolescentes paseando… ¿qué habrá pasado? Me deslizo entre los jardines abandonados, sin saber con exactitud el punto hacia el que me dirijo. Mis pies parecen moverse de forma automática, controlados por la abrasadora necesidad de ir… ¿a dónde?
Deambulo por la casa de los Maldonado, por la de los Pérez González, incluso por la mía, sin tener en cuenta el hecho de que no parece haber nadie cerca. Todo parece normal. Las viviendas se encuentran en perfecto estado y los jardines hasta parecen más florecidos que nunca. ¿No es raro que haya tanta vida en un lugar que esté tan desolado? Siento retortijones en el estómago, los cuales suelen advertirme que algo no está bien, que debo huir. Suelo confiar en mis instintos, sin embargo hoy decido ignorarlos. La curiosidad ha ganado la guerra y sigo caminando, haciéndole caso a mis decididos pies.
-Sam-Oigo a alguien susurrar.
Volteo, sobresaltada, los retortijones en el estómago llegando al punto de éxtasis, para encontrarme cara a cara con Orión. Sonrío aliviada, aunque mi estómago no parece compartir el sentimiento. De todas formas, me había acostumbrado a esos tirones que me provocaba la  simple visión de su rostro lleno de cicatrices. Siempre lo había relacionado con una especie de inmaduro nerviosismo.
-¿Qué haces acá?-Mi voz suena tan fuerte en el desierto de la calle que hasta se escucha un ligero eco.
-Vine a buscarte.
Orión no se mueve, permanece imperturbable en el mismo lugar en el que estaba cuando lo vi. ¿Por qué no se acerca a mí? Necesito tenerlo más cerca para saber que es real.
-¿Y llevarme a dónde?
Esboza una sonrisa casi perversa. Esta vez, mi estómago toma la delantera y todo mi cuerpo se tensa. ¡Peligro! Grita mi subconsciente. Sin si quiera meditarlo, salgo corriendo a toda velocidad. El sonido de mis pasos retumba debido al silencio, al igual que mi entrecortada respiración. Corro y corro sin atreverme a mirar atrás. El miedo recorre mi sangre, pasando por todas partes de mi cuerpo y, no sé cómo, pero sé que lo peor está por venir.
¡ZAS!
Empiezo a caer por el precipicio durante lo que me parecen años. De un segundo a otro, el suelo bajo mis pies desapareció y empecé a caer sin poder parar, sin saber cuándo o sí llegará a su fin. La oscuridad me consume, me envuelve entre sus garras y ya no sé que hacer. No pienso, no intento hacerlo tampoco, sino que me rindo, aceptando que este podría ser mi fin.
-¡SAMANTHA!
Siento mis lágrimas antes de darme cuenta que estoy despierta, viva. Frente a mí se encuentra la misma enfermera que viene todas las mañanas a traerme mis medicamentos y la comida. ¿Qué está haciendo acá? Se supone que no tiene que volver hasta dentro de dos horas y media. La mujer parece notar el aturdimiento y el miedo en mis ojos porque se apresura en aclarar:
-Tranquila Sammy, es que no sabía cómo despertarte.
Debo admitir que me gusta que sea amable conmigo y que me trate bien, pero me molesta de sobremanera que me trate como a una niña de cinco años. Me hace sentir estúpida y sé que no lo soy.
-Vine porque tenés visitas-Agrega.
¿Visitas, yo? Si mi garganta no fuese completamente inútil, soltaría una carcajada. Es imposible que tenga visitas. Nadie sabe que estoy acá. Nadie. Ni mis amigos, ni mi familia. Me pregunto qué pensarán ellos de mí. Hace meses que desaparecí de sus vidas, decidida a no volver jamás y habiéndome asegurado de que  ninguno querría buscarme.
-Tomá, ponete la campera porque está frío afuera.
La enfermera extiende su brazo y me enseña una insulsa campera blanca que paso por alto. El tacto del suelo frío en mis pies descalzos es casi revitalizante. Los apoyo lentamente, saboreando el momento.
Caminamos en silencio hacia lo que parece ser el patio delantero. En los pasillos lo único que veo es blanco: enfermeras con uniformes blancos, pacientes con batas blancas y paredes blancas. ¿No sabrán los dueños de esta institución que éste es un color bastante perturbador? Varios de los pacientes sonríen al verme pasar, como una especie de gesto solidario, comprensivo; otros, ni si quiera voltean a mirarme, demasiado ocupados forcejando con las enfermeras como para hacerlo. Hay uno en particular que me llama la atención, una niña que no debe tener más de ocho o nueve años, quien suelta alaridos bestiales al tiempo que patalea con todos sus fuerzas intentando zafarse de las dos mujeres que intentan sujetarla por ambos brazos. Una tercer mujer aparece en escena con una jeringa en mano y una de las expresiones más serenas que vi en mi vida; su aparente control interno me provoca más escalofríos que la niña pataleando. La mujer se acerca a ella y en lo que parece ser cámara lenta le inyecta la jeringa en el brazo derecho. En lo que dura un segundo veo a la niña abrir los ojos de par en par, sorprendida, y caer inerte en los brazos de las dos enfermeras que la estaban sujetando.  Me obligo a apartar la vista de la escena y sigo caminando, tratando de recobrar la calma y regularizar mi respiración. Si tengo que ser franca, debo decir que el hecho de estar internada en esta institución no me provoca tanto miedo como lo hacen los tranquilizantes. Que alguien se vea con el derecho de inyectarnos un asqueroso líquido sólo para callarnos, para controlarnos, para dejarnos sin movimiento, que pueda hacerlo y que nadie le diga nada, eso sí me da miedo. Pánico. Así es como tratan a los animales cuando quieren cazarlos, cuando quieren domarlos, doblegarlos.
El frío aire de mediados de otoño hace que aleje mis pensamientos de la niña del pasillo y me concentre en la suave briza que me provoca un escalofrío placentero. Es hermoso. Sentir frío es como tragarse una pastilla sin agua, me hace sentir viva.
-Ahí están tus visitas querida-Casi me había olvidado que la enfermera venía caminando a mi lado-Voy a quedarme acá por si necesitás algo.
Al levantar la mirada para descubrir el misterio de mi visita, me encuentro cara a cara con mis padres. Mis pies se clavan en el suelo y se niegan a seguir avanzando. ¿Cómo supieron dónde encontrarme? ¿Qué hacen acá? ¿Qué quieren? Esas y miles de preguntan más navegan por mi mente mientras los gélidos ojos marrones de mi madre me escanean con la mirada.
-Hola Sammy-El cálido tono de papá hace que mis pies finalmente se dignen a avanzar hacia ellos.
Como siempre, sus brillantes ojos verdes reflejan todo el amor que siente por mí a través de esos redondos anteojos de marco negro. Mi cuerpo entero vibra ante la necesidad de refugiarme entre sus brazos, de que me consuele con un “todo va a estar bien tesoro”.
-¿Cómo llegaste a este horrible lugar Samantha?-Es lo primero que me dice Andrea.
Contrario a los de papá, los ojos de mi madre reflejan la desaprobación y lo que interpreto como asco, que siente al verme en esta posición. Siento una especie de mórbido placer al saber cuánto le afecta mi imagen con el traje blanco y los pies sucios al descubierto. No sé si le afecta más mi aspecto o el que esté en una institución psiquiátrica.
-Andrea-Susurra papá en tono reprobatorio.
Ella pone los ojos en blanco y vuelve a clavarlos en mí, esperando una respuesta que no puedo ni quiero darle.
-No tenés que decir nada tesoro, está bien. Tu doctor nos contó que estás teniendo problemas para hablar así que no queremos presionarte. Sólo queríamos verte, saber cómo estabas. Seis meses es mucho tiempo Sammy…
La culpa ruge en mi interior, amagando con dominar el campo emocional. Si papá supiera todo lo que pasé en estos últimos seis meses, sabría que todo lo que hice fue por su bien.
Andrea suelta un bufido.
-Deja de tratarla como si fuera una niña Marcos-Dice entre dientes-Ya es una adulta y tiene todo el derecho de irse de casa si quiere, de terminar en un lugar como este. Sólo vine para decirte una cosa Samantha: no puedo creer que después de todo lo que tu padre y yo te dimos nos hayas hecho esto. Dejarnos tirados como perros, como si no importáramos nada, tratarnos de la forma en la que lo hiciste. ¡No estarías viva si no fuera por nosotros! Ingrata, egoísta…
-¡¡Andrea!!-Grita papá. Ambas lo miramos sorprendidas. Él nunca levanta la voz-¿Cómo podés pretender que no se vaya si la tratás así?
-¿Y cómo querés que la trate Marcos? ¿Sos consciente de lo que nos hizo?
-Como vos misma dijiste, es una adulta. Puede elegir qué hacer con su vida.
Trato de sonreírle en agradecimiento, pero mi padre está muy ocupado fulminando con la mirada a Andrea como para notarlo. La mujer que dice ser mi madre suelta una carcajada sarcástica.
-Y acá estás otra vez Marcos, prefiriendo a la hija que te abandonó y se metió en un instituto para locos antes que a la mujer que estuvo a tu lado toda su vida, soportando toda la mierda que le tiraste y todos tus viajes eternos, que bien sabemos los dos eran para escapar de tus responsabilidades.
En mi cabeza la situación se vuelve caricaturesca y aparezco con la boca abierta y la mandíbula en el piso y los ojos saliéndose de las cuencas en señal de sorpresa. No me sorprende el que Andrea piense todo esto, siempre fue evidente en su trato hacia a mí y en los comentarios que hacía cuando papá se iba de viaje, los cuales se suponía debían ser sutiles pero eran más evidentes que su odio hacia mí. Lo que sí me sorprende es que esté diciéndoselo. Frente a papá, mi madre siempre se comportó como una mujer civilizada, cariñosa, amable… Es bueno saber que por fin se sacó la careta.
-Estoy harto Andrea, harto de vos y de tus planteos ridículos. ¿Podrías esperar en el auto mientras hablo con mi hija?
El tono gélido que posee la voz de papá se funde con el viento helado y nos provocan un escalofrío a ambas, a Andrea y a mí. ¿Son lágrimas lo que veo en sus ojos? Antes de que pueda seguir analizándolo se recompone y me dedica una mirada que contiene todos los reproches y frustraciones que dice le provoqué a lo largo de los años. En cámara lenta la veo levantar el brazo derecho hacia mí, la pulcra mano de uñas rojas y llena de anillos acercándose cada vez más.
Empiezo a gritar casi sin darme cuenta, casi sin sentir el escozor en mi mejilla que me provocó la cachetada. Los gritos de Andrea intentan sobreponerse a los míos y le doy la bienvenida al caos.
-Me arruinaste la vida pendeja, ¿ves lo que provocas? Tu hermana, tu papá y yo éramos felices hasta que llegaste vos.
-ANDREA ES SUFICIENTE.
Unos agudos chillidos silencian al mundo por un instante, aturdiéndonos, metiéndose en nuestra piel. Tardo unos segundos en darme cuenta que soy yo quien grita y que mis dos padres me observan atónitos: al asombro de Andrea lo acompaña una expresión de suficiencia y al de papá un mar de lágrimas.
-Tranquilos, yo lo arreglo-Anuncia una enfermera saliendo de la nada.
Ahora me empiezo a reír a carcajadas, tomando conciencia de lo ridícula que es la situación. ¿Cómo llegué a este lugar? ¿Por qué me alejé tanto de mis padres? ¿Cómo me encontraron siendo que fui sumamente minuciosa al ocultar mis huellas? Antes de responder aunque sea a una de las incógnitas siento un pinchazo en el brazo derecho y todo se vuelve oscuro otra vez. Lo último que veo antes de hundirme en la inconsciencia es la expresión asustada y dolida de mi padre.


domingo, 21 de mayo de 2017

Más allá de mi burbuja

Subí con miedo, porque estaba desacostumbrada a salir de mi zona de confort. El espacio era distinto, la gente era distinta, el recorrido era distinto; estaba más que claro que no pertenecía a ese lugar. Además de mí, había un hombre en ese colectivo, lo que hacía que el miedo recorriese mi cuerpo a mayor velocidad. ¿Y si me secuestraba? ¿Y si era uno de esos hombres que acechaban adolescentes para vender sus órganos o prostituirlas? Esas cosas pasaban, y cada vez con mayor regularidad. Por ello, había un papel pegado en la parte delantera del colectivo que decía:
Por motivo de reiterados sucesos de inseguridad no se entrará al barrio de Las Polinesias a partir de las ocho de la noche y a partir de las seis y media se dejará de circular por la calle Jerónimo Luis de Cabrera.
Muchas gracias.
LA EMPRESA
La Empresa siempre se encargaba de las medidas de seguridad, de decir qué se podía y qué no se podía hacer, velando siempre por preservarnos a nosotros los privilegiados.
Entramos en el barrio al que no se podía entrar a partir de las ocho, el llamado Las Polinesias y, en lugar de cerrar los ojos y ponerme  rezar (como mi alma pedía que hiciera) miré por la ventana. Había niños con sus madres, adolescentes, ancianos y adultos, todos fuera de sus casas, todos observando el móvil atentamente. Sin querer, o quizá queriendo, no lo recuerdo, hice contacto visual con un niño de aproximadamente cinco años. Se corría el rumor de que la gente de estos lugares era cruel, despiadada, que de acá salían los violadores y los secuestradores. Pero, al introducirme en el mundo que me ofrecían los grandes ojos oscuros del niño, lo único que pude ver fue miedo. Me sobrecogió el sentimiento que parecía haber en ellos y, no sé por qué, sentí la necesidad de observar a los demás habitantes de ese barrio marginal. Todos sus rostros reflejaban el mismo miedo que el del niño y, al mirar al hombre que había en el colectivo, noté la misma expresión de pánico en el suyo.
El colectivo empezó a frenar lentamente y el hombre se levantó. Me dedicó una última mirada apesadumbrada y antes de bajarse dijo:
-Nunca confíes en La Empresa.
No respondí, me limité a observarlo con fijeza hasta que descendió por completo. Cuando el colectivo arrancó nuevamente, volví a mirar hacia adelante.
Me encontré con los ojos del colectivero analizándome por el espejo retrovisor.
Me sonrió. Parecía amable.
Dijo: -Esa gente no sabe lo que dice. Está resentida porque no los pasamos a buscar a la noche. Cómo si pudiéramos entrar acá.
Soltó una carcajada, y yo no pude hacer otra cosa más que sonreír.
-¿A dónde ibas hija?
Siguió hablando el colectivero.

Le dije donde vivía. Volvió a sonreír y subió el volumen de la música. Continué mi viaje como si nada, sin mirar atrás. Jamás volví a subirme a uno de esos colectivos. Días después, La Empresa prohibió que los privilegiados y los marginales viajáramos en los mismos medios de transporte, pero a veces, muy de vez en cuando, los ojos tristes de ese chico se me aparecen en sueños, recordándome que hay algo más allá. Más allá de mi burbuja.

sábado, 20 de mayo de 2017

Cartas a Hamlet

Carta primera



Querido Hamlet,
"Una vez te amé". Esas cuatro palabras, el que refieran a un hecho pasado, han sido más que suficientes para romper mi espíritu, destrozar mi corazón. Intento defenderte (o quizá defenderme a mí) justificando la crueldad de tus palabras subsiguientes con tu pérdida de juicio, tu falta de cordura, mas no sé si eso es suficiente para calmar mi ánimo. Me preocupo por ti, pero también me preocupo por mí. ¿Soy egoísta? Probablemente. Pero, al menos, tu pérdida es inconsciente porque, sin juicio, no hay nada que entender, nada que lamentar. Por su parte, la pérdida consciente es desgarradora, demoledora y acude a mí cada vez que recuerdo la frase que, más ponzoñosa que una serpiente, he oído escapar de tus labios: "una vez te amé".
Oh Hamlet, por respeto a mi padre, a su honor, a mi virtud, sé que escribo cartas que nunca te enviaré. Aunque confío que nuestro amor sea tan fuerte que, con sólo una mirada, logres leer en mis ojos lo que con tanto fervor intento plasmar por escrito. Me rehúso a aceptar que una vez me amaste. Espero puedas encontrar tu camino de regreso a mí.
Siempre tuya,
Ofelia.

La hidra prejuiciosa

Al parecer, los prejuicios jamás nos abandonan. Habíamos pasado de ser “diferentes” en un ambiente que profesaba el culto a la superficialidad, a ser los profetas de la plasticidad en el mundo en el que buscábamos refugiarnos. Sin embargo, no porque hubiésemos cambiado nuestros ideales; no porque hubiésemos dado un giro de ciento ochenta grados ni porque nos gustase diferir de la muchedumbre. Era culpa de los prejuicios: esa hidra a la que le crecen más cabezas cada vez que se intenta cortar una, de la que parece no haber escapatoria, de la que parece no haber salvación.
Habíamos llegado a este nuevo mundo decididos a encontrar nuestro lugar, esperando ver brazos abiertos y ojos amables dispuestos a compartir ese amor común del que todos nos jactábamos y que parecía unir a sólo un selecto grupo de la sociedad. En su lugar nos topamos con la feroz competencia y con la hidra, otra vez.
¿Acaso no sufrieron ustedes lo mismo que nosotros? ¿No deberíamos intentar estar todos juntos? Resulta irónico que se hayan convertido en lo que dicen odiar, acusándonos a nosotros de personificarlo. No nos conocen. No saben quiénes somos. Y así como nosotros no sabemos los pormenores que hay encerrados tras las puertas de su mundo, ustedes no saben los que hay en el nuestro. No saben que el nuestro también es un mundo de matar o morir, donde en lugar de haber navajas hay palabras: eso mismo que amamos es lo que nos destruye; no saben que es un mundo que no te incita a ir más allá, en donde la inercia es la característica privilegiada; no saben lo crueles que son todos si no se encaja con el estereotipo estético.