domingo, 19 de noviembre de 2017

Y en la inmensidad de la noche, sentía que comprendía. Sentía que su existencia cobraba sentido; se sentía respirar y a su corazón latir, por primera vez; se sentía ser y se sentía sentir. Caminaba por calles oscuras y desiertas, sintiéndose aturdida por los alaridos triunfantes que emitía su conciencia, sonriendo como nunca antes. Miraba el cielo, y sentía que lo veía nítido; se encontraba descubriendo a las estrellas y a la luna como entes alcanzables. Asía la libertad con una mano (en un agarre casi paradójico), mientras que con la otra iba tocando los edificios por los que pasaba.  Acariciaba postes, paredes, autos, con el solo propósito de sentir, de tener la certeza de su estadía sobre la realidad.

De pronto, abrió los ojos; soltó la lapicera (porque escribir con lápiz le parecía signo de debilidad) y volvió a su cama, guardando en su mesita de luz los clichés y las imágenes ya hechas que volvería a usar en su próximo escrito, sin saber cuál de esos  momentos, si la libertad callejera y el cielo alcanzable o el papel y la lapicera bajo la sombra del encierro, era real. ¿Por qué no ambas?

sábado, 11 de noviembre de 2017

Querida Victoria,

Hay tantas cosas que quise decirte y nunca supe cómo poner en palabras; tantas cosas que quiero decirte, en realidad. Tiempo presente. No puedo evitar preguntarme cómo habrían terminado las cosas, cómo habríamos terminado nosotros, si hubiese podido decirlas en su momento. No soy idiota, sé que jamás me hubieses correspondido, pero quizá lo hubieras pensado dos veces antes de hacer lo que hiciste. Quizá si hubieses sabido que por lo menos una persona aún te era fiel, que te amaba incondicionalmente, no lo hubieses hecho. ¿Me siento culpable o responsable por lo que te pasó? No, definitivamente no. ¿Considero que podría haber hecho algo para evitarlo? Haber aprendido a leer mejor tus reacciones, creo. Pero, lo hecho, hecho está: vos te fuiste y yo fui un cobarde que nunca tuvo las agallas suficientes como para decirte que te amaba. Qué pareja. En fin, por lo menos sé que ahora, estando ebrio, habiendo pasado horas mirando una de las únicas fotos que teníamos juntos y llorando como nunca creí posible llorar, puedo decir lo que siento. ¿Te acordás cuando me decías que era mejor sufrir por amor que vivir sumido en el letargo de la monotonía cobarde? Elegí la segunda, y ahora estoy pagando las consecuencias. Tenías razón.

domingo, 29 de octubre de 2017

El eterno y sordo por qué.

A veces, me siento a mí misma como simple espectadora de sus acciones. Me encuentro con reacciones que condeno en el ajeno siendo ejecutadas sin tiempo para la meditación, y escucho la voz de quien podría ser llamada mi conciencia gritándome un eterno y sordo "por qué". Juro que trato de responder, pero todo vuelve a girar en torno de la inercia. Supongo que la solución ideal sería acallar el incesante grito y entregarme al inerte sinsentir, al monótono sinpensar. ¿O debería hacer lo contrario y escuchar el cuestionamiento de la voz?
Que alguien la calle por favor, me duele la cabeza.

Vivir en el escape.

Vivir intentando escapar constantemente. Escapar de conversaciones, de personas, de emociones, de situaciones, de etapas, incluso de nosotros mismos. Vivimos momentos meditando cómo vamos a relatarlos después; nos desligamos del presente para abrazar el inexistente futuro y tergiversamos lo vivido por no recordar cómo sucedió. Escapamos, huimos, nos abstraemos.

¿Y si ese es en realidad el fin de la vida? El escape. En ese caso, todos alcanzaríamos ese aparente objetivo universal: todos terminamos huyendo. Aunque, ¿qué pasa si, por el contrario, nunca alcanzamos a vivir por estar tan aferrados a ese escape? ¿Entonces, qué? Sumidos en la incertidumbre, otra vez. Y yo sigo intentando encontrar las respuestas en el humo.

miércoles, 4 de octubre de 2017

¿Cómo hacer para que coincidan ideología y accionar? O, para ser más específica, ¿cómo hacemos para dejar de adherir a ideologías (por ponerle un nombre) que sabemos no vamos a implementar? Una vez abiertos los ojos, no hay vuelta atrás, no hay forma de volverlos a cerrar. Los colores y las formas se presentan frente a nosotros sin que podamos siquiera considerar volver a la negrura y espesor del abismo. Nos sumen en una toma de consciencia, en un saber o conocer que nos agobia, porque ¿qué peor que moverse por inercia cuando uno ya es consciente de su propia alienación?

martes, 12 de septiembre de 2017

Romper las cadenas de la Alienación

Su mayor sueño era lograr conseguir el valor suficiente como para empezar a vivir. Le tenía miedo hasta a su propia sombra (quizás porque su mayor miedo era él mismo) y su inseguridad era su único carcelero. De a poco, fue muriendo la gama de posibles espontaneidades que su ser podría haber albergado. Mató a su propia espontaneidad. ¿Para qué? Por el puro placer de girar en sintonía con el resto de las partes de la máquina.

jueves, 31 de agosto de 2017

Cliché número 2

Nos crían para adaptarnos a la mediocridad, a la simplicidad. Nos alientan a perseguir la felicidad, pero imponen estúpidos convencionalismos que hacen que la persecución se termine volviendo quimérica. ¿Cómo cuáles? El disimulo, por ejemplo, la mesura. Si me enamoro, ¿por qué tengo que pretender que no me importa? Si estoy enojada, ¿por qué tengo que sonreír? Y si quiero reír a carcajadas, ¿por qué debería callar? El ser humano es el único animal capaz de suicidarse, pero no porque haya tomado consciencia sobre alguna verdad universal incomprensible para el resto de las especies, sino porque es el único animal al que se le aconseja hacer una cosa mientras se le impone otra. ¿Es eso control? ¿Privación de la libertad? ¿Somos siquiera libres? ¿Qué es la libertad?

martes, 1 de agosto de 2017

-¿Estás listo querido?-Le preguntó Clarisa. ¿O no era ella Lucila?
-Ya salgo bombón.
Francisco no estaba seguro de cómo se llamaba la despampanante rubia de ojos claros que, desde hacía una semana, parecía seguirlo a todos lados, asintiendo, sonriendo y obedeciendo a cuanto él decía. No lo recordaba, en parte porque no le importaba, y en parte porque tenía tanto alcohol en la sangre que no era capaz de pensar con claridad. Era irónico que finalmente hubiese llegado el día que con tanto ímpetu había estado esperando, y que lo único que quisiera hacer fuese acostarse a dormir, para no despertar jamás.
-Fran, ¿estás bien?
Esa voz ya no provenía de la rubia desconocida sino de Carla, su editora. Su cable a tierra, su sostén.
Finalmente abrió la puerta y salió del baño de la librería, donde se había encerrado apenas habían llegado.
-Fran, si no estás listo…
Carla conocía la historia real del libro; sabía cuánto de lo escrito estaba basado en hechos reales y cuánto era mera ficción. También sabía cómo, con cada mención de Victoria, uno de sus personajes principales, el corazón de Francisco se iba desgarrando cada vez más. Hablar sobre ella por horas enteras podría terminar resultando contraproducente.
-Estoy bien Carla-Afirmó Francisco.
La mujer decidió creerle, pasando por alto su demacrado rostro, el rojo de sus ojos y el aliento a vodka barato. Francisco había estado en peor forma y lo había sobrellevado: si él decía que estaba bien, ella no era nadie para contradecirlo.
Caminaron juntos hacia el centro de la librería. Carla tomó asiento junto al público y Francisco fue a acomodarse en el escritorio que los dueños habían colocado frente a las cincuenta sillas de plástico blanco.
-Hola, buenas tardes-Comenzó hablando el escritor-Yo soy Francisco Bernárdez, como seguramente ya saben.
Se escuchó el rumor de una risa entre los oyentes, aunque Francisco sabía que no había sido gracioso. Estaba a punto de seguir con la monótona perorata que se había aprendido de memoria cuando la vio entrar. ¿Qué hacía ella ahí? ¿Es que no estaba viviendo en Londres? Su esbelta figura, su lacio pelo negro y su dulce y tranquila forma de andar lo retrotrajeron años atrás, a la primera vez que lo había visto, a esos primeros días de universidad, donde todo era nuevo, posible, mágico y mucho menos complicado que en ese momento.
-Olivia-Susurró Francisco.
¿O acaso lo dijo en voz alta? Lo debe haber dicho en voz alta, porque la muchacha clavó sus oscuros ojos en él y la poca gente que había asistido a la presentación del libro se volteó sorprendida a verla. ¿Podía ser la misma Olivia del libro? Se preguntaron todos. ¿Acaso los personajes eran reales?
-¿Cómo pudiste?-Susurró ella.
El público enmudeció, el mundo de Francisco se detuvo. Debía admitirse a sí mismo que, mientras iba escribiendo el libro, usándolo a modo de terapia, y también durante todo el proceso que conllevó decidir si iba o no a publicarlo, en ningún momento se le cruzó por la cabeza cómo reaccionarían los demás; cómo reaccionarían sus personajes. En lo único en lo que podía pensar era en ella, en ella y en cuánto la extrañaba, y en que necesitaba encontrar un modo de lidiar con el dolor, de distraerse, aunque fuese sólo por unos segundos.
Antes de que pudiese responder algo, la puerta volvió a abrirse y por ella entraron dos personas que, al igual que a Olivia, Francisco creyó que jamás volvería a ver. Sonrió ante lo ridícula que se había vuelto la situación. Quizá, en el fondo, eso era exactamente lo que Francisco había estado buscando.
-Sos un imbécil-Gritó el más alto.
Caminaba, o mejor dicho corría. Hacia él movilizado por la ira. Podía notarse en sus ojos el mismo dolor que en los de Francisco, la misma desorientación.
-Jeremías-Le dijo Francisco ampliando su sonrisa.
El público volvió a conmocionarse. ¿El mismo Jeremías del libro? ¿Era posible que todo eso fuese una puesta en escena, con todos los personajes del libro, hecha con intención de publicitarlo? ¡Qué original!

Francisco anticipó, imaginó el dolor antes de sentirlo. Quizá eso era justo lo que había estado esperando: un puñetazo en la cara.

domingo, 30 de julio de 2017

Morir por amor.

Y ahí estaba yo, viendo cómo ella se partía en dos, sabiendo que no podía hacer nada para ayudarla. Era espectador del caos, de la destrucción que iban sucediéndose silenciosamente en su interior. Y no era la primera vez que lo veía. No. Ocurría cada vez que a alguien le rompían el corazón. Y siempre estaba yo ahí, fiel espectador, lista para empezar a juntar los pedazos apenas terminaran de caer; pensando que nadie se merece semejante nivel de autodestrucción, que nadie se merece querer morir por "amor".

martes, 25 de julio de 2017

Cada vez que lo veo, comienzo a temblar. El monstruo lo sabe, sabe cuánto me afecta, y parece disfrutarlo. Cada vez que lo veo, me dan ganas de gritar. Quiero golpearlo hasta que alguno de los dos quiebre, él o yo, así no tendría que sufrir nuevamente el encuentro. Porque, el miedo que me genera no proviene sólo del hecho de verlo, sino del olvido al que parezco aferrarme entre un encuentro y el otro. No recuerdo lo mal que me hace sentir; no recuerdo cómo me encandila su mirada, haciendo arder de culpa cada célula de mi cuerpo; no recuerdo cómo, en él, veo reflejado todos y cada uno de mis pecados; no recuerdo que ese monstruo aparece cada vez que me encuentro cara a cara con un espejo.

lunes, 10 de julio de 2017

Miedo.

Se sentía perdida, más perdida que nunca. No sabía quién era, qué buscaba, hacia dónde quería ir ni dónde estaba. Sin embargo, ¿acaso no sufren todos esa desorientación? Dichosos aquellos que viven bajo la ilusión de que controlan sus movimientos, sus decisiones. Otra vez, se veía envuelta en una disyuntiva que parecía no tener solución. Si tan sólo supiese diferenciar entre cuánto de lo que pensaba era por ella y cuánto producto de una construcción ajena, todo sería más sencillo.
-Tengo miedo-Le susurró al vacío.

La aterraba pensar que su destino, si es que existía un destino, pudiese llegar a ser el de perseguir quimeras, el de ponerse objetivos inexistentes, simplemente porque se rehusaba a encontrar la felicidad. ¿Era eso posible?

martes, 4 de julio de 2017

Cartas a Hamlet

Carta Segunda.

Querido Hamlet,
  He decidido, en estos minutos de cordura que logré reunir, volverte a escribir. ¿Es posible amar y odiar a alguien al mismo tiempo? ¿Es posible que alguien se convierta en el anca y el salvavidas de otro al mismo tiempo? Oh, amor mío, desde que descubrí que fuiste quien ha mandado a mi padre al Hades siento que me hundo y, al mismo tiempo, sé que eres el único capaz de evitar que el agua llegue a mis pulmones.
  ¿Volverás, querido Hamlet? Poco a poco estoy perdiendo la noción de la realidad y no estoy segura de querer seguir viviendo.
    Dame una razón para no ahogarme Hamlet.
Siempre tuya,
Ofelia.

lunes, 19 de junio de 2017

Me sentí viva. Por primer vez en mucho tiempo, tenía la certeza de que lo que estaba viviendo era real. El olor a cigarrillo ajeno invadía mis fosas nasales; el frío me calaba los huesos, invadía los pocos centímetros de piel desnuda que me quedaban, y me hacía temblar de manera incontrolable; sentía las lágrimas descender por mi rostro, empapándome. Y, a pesar de todo eso, o quizá a causa de ello, me sentí viva. 
El dilema sobre vivir-existir venía acompañándome desde hacía algunos meses, sin que hubiese logrado aclarar mis ideas en ningún momento. La única conclusión a la que había llegado era que, a lo largo de todos estos años, me había limitado a existir. Aún siendo llamada egoísta, había puesto el complacer a los demás antes que el complacerme a mí. Era prisionera de mis propias imposiciones, de mis propias trabas y de mis propios convencionalismos. Quería escapar, sabía que yo era la única que tenía la llave, pero me negaba a abrir la puerta.
-Y, decime, ¿qué es lo que sí sabes? ¿Quién crees que sos?
Lo miré. Miré la desierta plaza de la facultad, la tenue iluminación de los faroles. Miré al más allá. Creo que incluso logré mirarme.
-Sé que tengo amor para dar, que eso es lo que quiero hacer. Sé que me gusta hacer reír a los demás porque me gusta verlos felices.
Sonrió.
-¿Y eso te parece poco? Mucha gente no está segura de nada, y vos acabas de darme dos certezas.
Me encogí de hombros, sintiendo cómo las lágrimas seguía cayendo sin que pudiera (ni quisiera) detenerlas. Quizá tenía razón: tener una certeza dentro del caos que reina nuestras insignificantes existencias es algo difícil de conseguir; tener dos, podía darme un punto del cual partir.
-La vida se trata de eso querida, de intentar sacarse las caretas, ser la mejor versión posible de uno mismo y quedarse con la gente que te quiere por quien realmente sos.
-¿Y qué pasa si nunca nadie lograr querer a la verdadera yo? Creo que ese es mi mayor miedo, el no ser querida. Me aterra pensar que, tarde o temprano, todos vayan a seguir adelante menos yo. Me aterra la idea de estancarme, sola, y que no quede nadie para ayudarme a salir.
-No vas a quedarte sola. A lo mejor no a todos les guste tu verdadero yo (y digo a lo mejor para no asustarte con la estadística). Seguramente te va a costar, seguramente te van a cuestionar y seguramente haya quien se aleje. Pero te aseguro que va a haber quienes se queden, va a haber gente que te quiera solo por eso. Y, creeme, no hay nada más gratificante que esa gente.
Volví a mirar al más allá. Tenía que esforzarme. Tenía que encontrarme. Y tenía que dejar de desvivirme por los demás.
-Gracias.
No podía decirle nada más. Me acerqué a él y lo abracé, esperando que algunos de los pedazos que se habían ido rompiendo con el paso del tiempo, volviesen a su lugar. Luego de eso, nos alejamos. Cada uno siguió su camino, y nunca más lo volví a ver.

lunes, 12 de junio de 2017

El grito.

Escuchó gritos, lamentos. Sabían a miseria, a desesperación, a incertidumbre, a desorientación. Quiso encontrar la fuente de esos desgarradores gemidos, intentar ayudar (de alguna manera) a su dueño. Se paró y comenzó a correr, buscándola... estaba segura de que era una mujer la que gritaba...
No sabe cuánto tiempo corrió, cuánto tiempo buscó (pueden haber sido minutos, horas, incluso años) hasta que, de pronto, notó que, en todo ese tiempo, los aullidos nunca habían disminuido ni aumentado su volumen, eran siempre iguales. Se detuvo: el descubrimiento, la iluminación. Era ella la dueña del grito, la persona a la que había intentando ayudar.
El grito cesó, llegó el silencio. Cerró los ojos: el descubrimiento era el fin de su camino.

viernes, 9 de junio de 2017

Capítulo 5

Gianna.

-¿Estás bien?-Pregunta dulcemente.
Quiero volver a llorar, aunque no por mí sino por él; por el pobre chico que perdió a su mejor amiga sin saber cuándo ni por qué, el cual tiene a la empatía como segunda naturaleza y, que en lugar de compadecerse a sí mismo por lo mal que lo había hecho sentir la desaparición de Samantha, no hizo más que intentar ser útil para el resto de nosotros. Lo miro a los ojos, intentando ver en ellos la respuesta a la disyuntiva que me plantea su pregunta. ¿Debería decirle la verdad y sumir a otra persona en el mismo estado en el que me encuentro yo? ¿O debería mentirle, procurando que, al menos una de las personas que solían formar parte de la vida de mi hermanita, siguiese disfrutando de las infinitas realidades que estaba viviendo Sam en su cabeza? Porque al no saber dónde estaba realmente ella, podría haber estado en cualquier lado. Y eso era, sin lugar a dudas, mucho mejor que la realidad. Por primera vez, prefiero la incertidumbre antes que la certeza.
-Sí, estoy bien. Peleé con Andrea, nada muy importante.
Ante la falta de una respuesta, elijo irme por las ramas.
-¿Vos peleaste con Andrea? Eso es algo nuevo. ¿Se puede saber por qué?
Se sienta a mi lado en la vereda y pone una de sus manos sobre mi hombro, a modo de consuelo. El confiable y amable Tobías, la única persona capaz de hacer sonreír a cualquiera que se encontrase en estado catártico como en el que estoy yo. No puedp ocultarle la verdad. No a él. Quizá terminaría arrepintiéndome de lo que estoy a punto de decir. Quizá, encubriéndolo como una acción noble, estoy en realidad siendo egoísta y el contarle a Tobías es una forma de no pasar por esto sola. Sea como sea, decido decirle la verdad.
-Sobre Samantha.
Noto como se tensiona todo su cuerpo, empezando por la mano que tiene apoyada en mi hombro. ¿Acaso veo lágrimas en sus ojos? No estoy segura. Le doy unos segundos, analizando su reacción, esperando ver si prefiere que continúe con una explicación o si es él quien quiere hacer las preguntas. Parece elegir la primera opción.
-La encontraron hoy. Parece que está viva después de todo. Ella está en… está….en-Inhalo, exhalo-Samantha está en Rosa de los Vientos.
Ahora no hay dudas de que sus ojos están anegados en lágrimas. Pobre chico. Siento lástima por él. Y siento lástima por mí también. Incluso creo que comienzo a sentir lástima por Andrea y a entender su comportamiento. Al ver llorar a Tobías, al ver cómo su corazón termina de romperse frente a mí, al notar la desesperación que parece abrazarlo, comienzo a sentir ira contra mi hermana. Como no había hecho antes, empiezo a ver a Samantha como la culpable de todo lo que nos está pasando. En mi cabeza, pasa de ser una víctima de su enfermedad, de su destino, de su dolor, a ser el agente creador de nuestra enfermedad, de nuestro destino y de nuestro dolor.
-La verdad es que no tuve tiempo de preguntarle a Andrea cómo fue que la encontraron, pero ellos fueron a verla hoy. La versión de mi madre es que está loca, que no hay posibilidad de recuperarla. Aún no hablé con papá. No sé si estoy preparada. No sé si quiero. Pero supongo que es lo que debería hacer ¿no? Necesito respuestas.
Continúo hablando, sin importarme si Tobías me está escuchando o no.  El decirlo en voz alta me ayuda a procesarlo y, si en efecto me está escuchando, quizá tenga las respuestas que a mí me faltan.
Nuevamente silencio.
Diez segundos y nadie habla.
Veinte segundos y la mano de Tobías poco a poco se aleja de mi hombro.
Cuarenta segundos y comienza a desesperarme el silencio. ¿Dije que no me importaba si me respondía? Mentía. Quiero que alguien me diga qué hacer.
Cincuenta segundos y extraño el calor de su mano sobre mi piel.
Un minuto. Impresionante cómo sesenta segundos pueden volverse interminables.
-Creo que deberías hablar con tu papá Gianna-Murmura finalmente.
Asiento con la cabeza.
Él empieza a pararse, a alejarse de mí, a dejarme otra vez sola sobre la vereda frente al que alguna vez fue mi hogar. Antes de alejarse por completo se da vuelta y me dice:
-¿Podrías llamarme después de que hables con él? Quiero saber la verdad.

Vuelvo a asentir con la cabeza y, ahora sí, me quedo sola.

jueves, 1 de junio de 2017

Capítulo 4

Samantha.

A veces, sólo a veces, me permito recordar. Son los momentos en los que mi cuerpo se encuentra en su punto de máxima vulnerabilidad y en los que ya no tengo fuerzas para luchar contra la oleada de imágenes que aparecen una tras otra frente a mis ojos. Este es uno de esos momentos.
Observaba a todos a mi alrededor, analizando una por una a las personas que pasaban junto al sillón en el que estaba sentada desde las dos de la mañana. ¿Cómo había logrado Victoria que yo saliese de noche? Aún no podía creerlo.
-Espero que no la estés pasando muy mal-Dijo Tobías apareciendo a mi lado con dos latas de cerveza en la mano.
Esbocé una sonrisa y tomé la que me entregaba. He ahí la razón por la que había venido. Tobías había sido mi mejor amigo desde que estábamos en primaria. Habíamos pasado por absolutamente todo juntos, desde nuestros primeros días en un lugar nuevo y aterrador del que no sabíamos nada más que lo que nos contaban nuestros hermanos mayores, pasando por la pubertad, hasta los últimos días en el secundario. Él siempre había estado ahí para mí. Y ese día cumplía 19 años. Por muy preparada que hubiese estado para huir, por mucho que quisiera alejarme de mis amigos, alejarlos a ellos del peligro que me acechaba, no podía olvidarme de su cumpleaños. Después de todo, me quedaban todavía unos cuantos días hasta la fecha límite. O por lo menos eso era lo que yo pensaba.
-No la estoy pasando mal.
Tenía que gritar para poder ser oída. La música estaba a todo volumen y, a nuestro alrededor, todo era cuerpos en movimiento, transpiración, lascivia, sueños perdidos, olvido, alcohol, humo. En fin, una fiesta.
-Tus labios dicen que no, tu cara dice que sí.
Solté una carcajada y palmeé el espacio vacío que había a mi lado. La verdad es que, a pesar de que odiaba los boliches y todo lo que se generaba en torno a ellos, era refrescante sentirse como una adolescente normal aunque sólo fuese por algunas horas; era refrescante poder ver a mis amigos reír, aunque sabía que podía ser la última vez.
Tobías se sentó a mi lado y permanecimos en silencio por un rato, tomando de a pequeños sorbos la amarga cerveza, siguiendo con el análisis del resto de la gente que pasaba frente a nosotros. No sé cómo, ni por qué, pero mi amigo terminó apoyando una de sus manos sobre la que yo había dejado cómodamente estirada en el espacio vacío entre nosotros. El cálido tacto de su piel contra la mía, helada, era también algo reconfortante.
-Cuando Victoria me dijo que venías, creí que me estaba haciendo un chiste.
Arqueé las cejas.
-¿De verdad pensaste que iba a faltar a tu cumpleaños? Sos mi mejor amigo bobo.
-Últimamente estuviste algo…distante.
Sentí culpa como no sentía hacía días. Había terminado de aceptar el hecho de que para proteger a mis amigos debía alejarme de ellos; lo estaba logrando. Sin embargo, ver en los ojos de Tobías que estaba logrando mi cometido, y que a él le dolía, me hacía querer olvidar todo el papel de heroína que había estado construyendo en torno a mí, abrazarlo y contarle toda la verdad.
-Estoy ocupada-Me limité a responder.
-¿Con qué?
Suspiré, preparándome para decir la décima mentira de la noche. En el último tiempo, la mentira se había vuelto para mí algo así como una segunda naturaleza.
-Andrea está siendo muy exigente con todo esto de que quiere que me prepare para el ingreso a medicina. Ya sabés como es ella.
-Pero estamos en julio Sam, todavía tenés tiempo. No hace falta que nos excluyas de tu vida.
-Decile eso a Andrea.
La culpa iba aumentando cada vez más, de manera directamente proporcional a la decepción de mi mejor amigo.
-Podría intentar hablar con ella.
Volví a reír.
-¿Hablar con Andrea? Como si eso fuera posible.
Antes de que Tobías pudiese decir algo más, Victoria apareció frente a nosotros con un vaso de algún brebaje transparente, posiblemente hecho en su mayor parte de vodka, bailando al compás de la canción electrónica que estaban pasando.
-¿Qué están haciendo acá?
Incluso con la música tan alta, nos dimos cuenta que Victoria gritaba.
-Hablando-Respondió Tobías encogiéndose de hombros.
-No voy a permitir que pases tu cumpleaños sentado-Dijo la rubia, frunciendo el ceño de manera cómica-Vamos, arriba. Y vos, mi querida amiga, deberías estar festejando que, por primera vez en tu vida, la bruja mala liberó a Rapunzel de la torre.
Puse los ojos en blanco, sin poder contener la sonrisa, y los dos nos pusimos de pie. Después de todo, les debía unas horas de diversión, de olvidarme de todo.
Antes de dirigirnos a la pista de baile, mi mejor amiga logró que el barman nos diera un vaso del mismo líquido transparente que tenía Victoria en la mano, y nos obligó a hacer fondo blanco. El trago era asqueroso, y podría haber jurado que lo único que tenía era vodka si no hubiese sido por el efímero sabor dulzón que se sentía al tragarlo en su totalidad.
-Esto es asqueroso Vic-Dijo Tobías tras terminar el suyo.
-Pero no hay nada mejor para olvidar las penas.
La rubia le guiñó un ojo y, ahí sí, los tres fuimos derecho a bailar. Ya empezaba a sentirme algo risueña y sentía que todo a mí alrededor daba vueltas. Bailamos, bailamos y bailamos sin parar por no sé cuánto tiempo. A veces, Victoria desaparecía y volvía a aparecer minutos más tarde con tres vasos de vaya a saber qué cosa, que nosotros dos tomábamos sin dudar. A esa altura, ya no me importaba nada. El lugar definitivamente daba vueltas y todo lo que veía parecía resultarme divertido. Tobías tuvo que sostenerme varias veces para que no me estampara la cabeza contra el piso cuando me resbalaba bailando y creo que una vez me agarró más tiempo del necesario. Victoria movía su cuerpo como si no hubiese mañana. Me sorprendía ver cuánta movilidad parecía tener: hacía movimientos que ni si quiera sabía que eran posibles. La estaba pasando bien. Me estaba divirtiendo. Por un momento, me permití pensar que podía llegar a ser feliz; que si me olvidaba de todo lo que me preocupaba, si dejaba a Orión, si dejaba a eso que nos perseguía de lado, podría disfrutar de mi vida como se suponía debía hacer. Pero los sueños y las esperanzas no son más que meras ilusiones y, mientras más nos aferramos a ellos, más fuerte nos golpeamos contra la realidad cuando tenemos que enfrentarla.
-Sam.
Podría reconocer su voz donde fuese y cuando fuese, sin necesidad de darme vuelta para comprobarlo.
Orión. Ahí estaba él, alto, rubio, con sus ojos oscuros fijos en mí destilando miedo y preocupación. Mis entrañas rugieron, como cada vez que lo veía.
-¿Qué pasó?
A pesar de que estoy segura de que mi voz salió en un simple susurró, él logró oírme.
-Vino antes.
Esas dos palabras bastaron para hacer que mi cuerpo entero se tensara, haciéndome volver al mundo real y poniendo todos mis sentidos en modo de alerta.
-¿Por qué?
Nuevamente un susurro.
-No sé. Samantha, sólo sé que tenemos que correr; tenemos que huír.
-¿Y si no quiero? ¿Qué pasa si no quiero seguir huyendo Orión?
Su rostro, lleno de cicatrices, se contrajo al captar mis palabras. Por alguna razón, me distraje pensando si no le dolían las cicatrices cuando las contraía así.
-No podés quedarte acá sin más. Él vino por nosotros. Va a encontrarte, sabés que lo va a hacer. Y, cuando lo haga, no va a darte tiempo para meditar si tomaste o no la decisión correcta, no va a darte opciones y no va a arrepentirse. Si nos quiere muertos, entonces estamos muertos.
-No tuve tiempo de despedirme.
-Mejor.
Agarró mi mano y, sin permitirme mirar atrás, me arrastró por todo el lugar hasta conseguir que saliéramos afuera. No recuerdo si Victoria y Tobías me vieron, si gritaron mi nombre o si intentaron alcanzarme. Sólo recuerdo que, al encontrarnos bajo el manto de la fría noche, teniendo esperanzas de que si nos apurábamos lograríamos huír, nos encontramos cara a cara con él. Estaba esperándonos, apoyado contra el auto de Orión, sus ojos rojos clavados en el más allá.
-¿Me extrañaron?

Como dije, mientras uno más ilusiones alberga, más duro se da contra la realidad. En nuestro caso, Orión recibió el golpe por los dos.

martes, 30 de mayo de 2017

La fábrica de la felicidad

Tan acostumbrada a perseguir lo imposible, tan acostumbrada a caer sin poder levantarse, decidió aferrarse a la fantasía de que el cambio le daría lo que tanto había estado esperando. Sin embargo, todo siguió igual. Sus objetivos, lo que perseguía, no eran más que ilusiones y ella seguía sin encontrar su lugar. Poco a poco, comenzó a entender que probablemente estaría sola para siempre, que el ser humano está condenado, no a la soledad, sino a esperar que esa soledad sea finita, a creer que alguien puede llenar ese vacío que parece intrínseco a la especie entera. ¿Acaso saberlo la hacía más feliz? Para nada. El conocimiento y la felicidad son dos cosas que no suelen ir de la mano y, pensándolo mejor, quizá prefería la segunda antes que la primera. Ignorante y feliz, qué lindo sonaba eso.
Caminó y caminó hasta llegar a su destino, la fábrica de la felicidad. Había tomado una decisión en el momento mismo en el que sus ojos se abrieron de par en par y supo que no volvería  a ser capaz ni si quiera de pestañar. Al entrar, se encontró con rostros sonrientes que le indicaron el camino hasta la oficina de su doctor. Intercambiaron dos o tres palabras de cortesía pero, en ese estado, ella no era capaz de verlo con buenos ojos. Decidió pasar de la conversación trivial y le pidió que se apresurara a realizar su trabajo así podía irse; así su sufrimiento existencial pasaría al mundo del olvido.
El sol le pareció más brillante que nunca cuando salió; los caminantes, usualmente el recordatorio de esa soledad que tanto la aterraba, se convirtieron en posibles piezas del rompecabezas  que completaría y llenaría el vacío de su corazón. El mundo le parecía un lugar lleno de esperanza; se sentía feliz. ¿Y sus miedos? ¿Y sus preocupaciones? Esas palabras ya no existían en su vocabulario.

Caminó y caminó y siguió caminando, en busca de esas nuevas ilusiones que con tanto ímpetu solía perseguir y que tanto dolor le habían causado en un pasado muy lejano.

lunes, 29 de mayo de 2017

Capítulo 3

Gianna.

Encontramos a tu hermana. Esas cuatro palabras resuenan una y otra vez en mi cabeza, en diferentes tonos y de diferentes maneras, pero siempre siendo las mismas. Samantha. Dios, hace seis meses que no tengo noticias de ella. Me pregunto a dónde habrá terminado. Para ser sincera, una parte de mí creía que había muerto, que había desaparecido. Lo peor de todo es que, esa pequeña parte de mí que  había dejado de concebir el mundo en donde yo tenía una hermana, en donde Samantha Priori existía, era feliz. Sin embargo, al recibir el parco mensaje de texto de mi padre diciendo que la encontraron, me sentí aliviada. Esa ilusión de felicidad que había creído sentir ante la no existencia de mi hermana menor ha sido reemplazada por la alegría, en todo su esplendor, de saberla viva. Quién me entiende.
-¿Vino desde muy lejos señorita?-Me pregunta el taxista sacándome de mis propias cavilaciones.
-Buenos Aires.
Después de todo el incidente de Sam no podía soportar seguir conviviendo con nuestros padres; no podía seguir conviviendo con la depresión, la culpa y la ira que se habían vuelto huéspedes permanentes de nuestra casa. Solicité una beca para continuar mis estudios universitarios en Buenos Aires y, gracias a los contactos que había conseguido en el seminario de nuevo periodismo un año atrás, logré conseguir una compañera con la cual compartir departamento. Mis padres no objetaron mi decisión, e incluso parecieron aliviados de no tener que cargar conmigo en ese momento.
-¿Y qué la trajo de vuelta por estos lados?
En general, me gusta cuando los taxistas sacan tema de conversación porque eso hace que me sienta menos sola, eso hace que vaya descubriendo gente amable en mi vida cotidiana y deje de pensar que el egoísmo y la crueldad no tienen cura. Pero hoy, el sonido de una voz ajena basta para ponerme los pelos de punta. Hasta que no me encuentre cara a cara con mi hermana y me cuente qué fue lo que paso, no voy a poder quedarme tranquila. A pesar de ello, no me siento capaz de ignorar al pobre hombre y respondo lo primero que cruza por mi mente:
-Mi hermana va a casarse.
-Qué hermoso. Hay algo mágico en los casamientos, ¿no lo cree?
Intento sonreír, con todas mis fuerzas lo intento. Parece funcionar porque, por el espejo retrovisor, noto que el anciano me corresponde. Esta conversación tan trivial, tan normal, logra hacerme olvidar qué es lo que estoy realmente haciendo de vuelta. Hay algo en exceso atractivo que va ligado al hecho de pretender ser alguien más. Es algo que logra que nos liberemos del peso de ser nosotros mismos y de nuestros fantasmas aunque sólo sea por meros segundos. Es eso, o quizá el hecho de que en realidad sí necesito hablar, lo que me hace seguir hablando.
-Mis padres no están muy de acuerdo con el hombre que ella eligió, pero yo creo que si en verdad se aman nadie tiene por qué entrometerse.
-Estoy de acuerdo hija. Todos tenemos derecho a tomar nuestras propias decisiones.
Estamos frente a la puerta de mi casa antes de que pueda seguir hablando.
-Buena suerte querida-Me dice una vez que me bajo del vehículo.
Sonrío, porque qué otra cosa puedo hacer. La enorme puerta de vidrio con la cual conviví toda mi vida se me aparece como un objeto extraño y amenazador. Una vez leí en un libro que la distancia funciona como el tiempo. Creo que nunca había terminado de entender su significado hasta ahora. Sólo me fui seis meses, no el suficiente tiempo como para que olvidase las cosas de las que solía rodearme cuando vivía con mis padres, pero por cada kilómetro que había puesto de distancia entre mi vieja y mi nueva vida, parecían haber pasado cien años. Todo a mi alrededor parece desconocido, fuera de lugar incluso. Y las cosas empeoran cuando entro a la casa. Apenas cruzo el umbral de la puerta me aturde el silencio. Jamás había estado tan silenciosa.
-¿Mamá?-Le pregunto al aire-¿Papá?
Mi voz parece demasiado alta y mis pasos demasiado estruendosos.
No veo a ninguno de los dos hasta que no me encuentro en su cuarto, donde sorprendo a mi madre hecha un ovillo sobre la cama, llorando como jamás la había visto llorar.
-¿Mamá? ¿Qué pasó?
Miles y millones de teorías y situaciones hipotéticas comienzan a superponerse en mi cabeza, resultando dominante la peor: Samantha murió. Cierro mis ojos, inspiro una bocanada de aire, juntando fuerzas para no quebrar yo también, y me acerco a abrazar a Andrea.
-Tu papá…-Susurra.
Me sorprendo también ante el tono de su voz. Es apenas audible, ronco, en nada parecido a su usual tono cantarín.
-Mamá, por favor. ¿Qué pasó? ¿Papá está bien?
Su instinto maternal parece dominar su psiquis al captar la súplica en mi voz y los sollozos cesan.
-Él… Él se fue. Me dejó.
Debo admitir que esto sí que es algo inesperado.
-¿A dónde se fue?
-No lo sé-El instinto vuelve a desaparecer, abriendo camino a los incontrolables sollozos.
-Mamá voy a ir a hacerte un té para que te recuperes, pero necesito que cuando vuelva me digas con exactitud qué fue lo que pasó.
No tengo ni la menor idea de si entiende o no lo que le dije puesto que se limita a asentir débilmente con la cabeza, pero bajo a hacerle el té de todas formas. Me cuesta un poco recordar dónde encontrar cada cosa, pero logro prepararlo sin ningún inconveniente. No me atrevo a llamar a papá; no todavía. No sé si es porque nuestra relación nunca fue demasiado cercana y no estoy acostumbrada a dialogar con él sin mamá o Samantha de intermediaras, o porque no estoy psicológicamente preparada para enfrentarme a la realidad.
Al retornar a la habitación, veo a Andrea en la misma posición que cuando me fui. Es una imagen patética, triste. Mi madre siempre fue demasiado estoica, siempre mantuvo su compostura sin importar la situación ni cuán afectados estuviesen los otros. Verla a ella en semejante estado es una desilusión, es ver cómo todo sobre lo que  te habías sostenido a lo largo de tu vida se desmorona.
-Toma mamá, acá está el té.
Se sienta y agarra la taza con parsimonia, en cámara lenta. Ninguna de las dos emite palabra alguna mientras Andrea ingiere la infusión de a pequeños sorbos. De pronto, la imponente mujer que me crió se convierte en una niña indefensa que necesita consuelo. ¿Por qué será que la depresión y la tristeza nos retrotraen a comportamientos infantiles? Mi teoría es que, al ser emociones tan primitivas, requieren de respuestas y comportamientos semejantes, obligando a quien las padece a volver a las actitudes más infantiles. Pero no es más que una simple teoría.
Una vez que mamá vacía la taza vuelvo a preguntarle qué pasó. Noto que la turbación y las lágrimas amenazan con reaparecer pero  mantiene la compostura.
-Tu hermana. Eso pasó.
Mi corazón da un vuelco y me asombra el odio que destilan sus palabras.
-¿Samantha está viva?
Mi voz es apenas un murmullo.
-Si es que a eso se le puede llamar vivir….
-¿Qué estás diciendo? Mamá por favor se clara.
-Tu hermana está en Rosa de los Vientos Gianna, está en un psiquiátrico.
Una parte de mí, la que se alegraba al pensar que existía la posibilidad de que hubiese muerto, no se sorprende al oír la noticia.
-¿Y cómo terminó ahí?
-Quién sabe. Samantha siempre hizo lo que quiso sin darle explicaciones a nadie. Sólo ella sabe por qué hace lo que hace.
-No hables así de ella-Susurro.
La otra parte de mí, la que anhela volver a tener interminables conversaciones con su hermana menor hasta la madrugada, la que extraña ser alguien a la que recurrían en busca de ayuda o consejo, no soporta la idea de que ataquen a Samantha. Mucho menos nuestra propia madre. Como en los viejos tiempos, me pongo en el papel de abogada de mi hermana menor.
-¿Y qué querés que diga? ¿Qué estoy orgullosa de mi hija? Por favor Gianna no seas ridícula. Sé que siempre defendiste a Samantha pero seamos realistas.
-Pero, ¿estás segura que…?-Las palabras parecen no querer salir de mi boca.
Andrea arquea las cejas y noto el rastro de una irónica sonrisa amagando con hacer acto de presencia.
-¿Qué si estoy segura de que está loca?-Completa la pregunta por mí.
Asiento débilmente con la cabeza.
-Después de ver lo que vi, totalmente segura.
-¿Qué pasó cuando fueron a verla mamá? ¿Cómo está ella?
-Es un desastre hija.
Andrea suelta un suspiro dramático y noto que, poco a poco, su postura se va volviendo cada vez más erguida. Me pregunto si el hecho de que Samantha, la persona con la que parecía jamás tener paz, esté lejos al fin y poder contar su historia es lo que le da satisfacción, lo que hace que se recupere. Destierro la idea, no por improbable, sino por miedo a la imagen de mi madre como un ser tan cruel.
-Primero que nada, su aspecto es deplorable. Tenía los pies descalzos, inmundos; el pelo enmarañado y sucio, largo como nunca antes lo tuvo; sus ojos estaban rojos, como inyectados en sangre. Y las ojeras…  Dios mío eran las ojeras más pronunciadas que vi en mi vida. Incluso le latía la vena que tiene bajo el ojo derecho. Tengo que admitir que daba miedo mirarla. Sin mencionar su exagerada delgadez, claro. Se nota que hace tiempo no come bien-Hace una pausa para tomar aire y luego agrega-Eso es lo que consigue al abandonarnos y tratarnos como lo hizo. Como te dije, nunca le importó nadie más que ella y mirá a dónde la llevó esa actitud.
-Mamá, ¿estás escuchando lo que estás diciendo? Dios mío, ¡es tu hija! ¿Cómo podés hablar así de ella? ¿Cómo puede importarte tan poco el hecho de que esté en Rosa de los Vientos? Quién sabe qué fue lo que le pasó cuando se fue. Podría haber estado muerta mamá y a vos lo único que te importa es cuánto hirió tu ego el hecho de que se haya ido de casa.
No sé de dónde sale la ira que me impulsa a hablar, a decirle a Andrea todas estas cosas. Lo único que sé es que no puedo quedarme sentada escuchándola hablar así de Samantha, con la imagen de mi hermanita demacrada, encerrada en un psiquiátrico por quién sabe qué causas.
-No voy a soportar que otra de mis hijas me trate como se le de la gana Gianna. Tuve demasiado con tu hermana. Suficiente tuve que soportar con que te fueras a otra provincia porque no podías quedarte con tu familia a lidiar con el problema en el que nos había metido Samantha. Sabés dónde está la puerta. Probablemente el inútil de tu padre te reciba, sea donde sea que se esté quedando. Juntos pueden jugar a los detectives si quieren pero es obvio que van a terminar llegando al mismo destino que ahora: Samantha está loca.
Sin poder seguir oyendo sus crueles palabras corro escaleras abajo, salgo hasta el jardín y me hago un ovillo en la vereda, llorando de la misma forma en la que encontré a Andrea una hora atrás. Sé que debo llamar a papá, pero no puedo. ¿Y si él también dice que Sam está loca? ¿Y si él tampoco quiere hacer nada para ayudarla? Sólo entonces caigo en la cuenta de que en ningún momento le pregunté a mi madre cómo supieron dónde encontrar a Sam. Lo anoto en la lista de cosas de las que hablar con papá.
-¿Gianna?
Levanto la vista, a sabiendas de que mi rostro debe ser un desastre, y me encuentro frente a frente con la última persona a la que hubiese querido ver después de enterarme el paradero de Samantha.
-Tobías-Susurro.


jueves, 25 de mayo de 2017

Imposible atrapar una quimera

Con él creí encontrar el amor. En realidad, con muchos creí encontrarlo. Sin embargo, con él fue con el único con el que lo sentí real; con el único con el que no sentí que estaba persiguiendo una fantasía, un ideal.
Ahora, él está con ella. Y yo... qué decir. Y yo acá estoy, caminando, corriendo y buscando. Intentando atrapar lo que en él creí hallar.

Cliché

El mundo es absurdo, no hay otra palabra para describirlo. Nuestra existencia entera es absurda. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Para qué existimos? ¿Por qué? Son preguntas que no tienen y que, posiblemente, jamás tengan una respuesta. Lo único que sé con certeza es que nacemos para morir y, sin embargo, ¿quién sabe lo que es la muerte? ¿Quién sabe qué es lo que nos espera al finalizar nuestro recorrido por el mundo?
Vivimos aferrándonos a personas, situaciones y a objetos que tarde o temprano tendremos que soltar. Sufrimos, amamos, lloramos, reímos, y todo eso ¿para qué? ¿Somos biología o sociología?
Digo que odio a la sociedad pero a) ni si quiera sé concretamente qué es la sociedad y b) tampoco hago nada para desligarme de ella. Es como que quiero intentar buscar una forma de rebelarme, pero siento que esa misma rebelión es parte del plan macabro del maestro de ceremonias (vaya uno a saber quién es). Y, además, ¿cómo puede uno rebelarse contra lo que no conoce? No puedo rebelarme si no sé contra qué lo hago.
Y tenemos luego a la soledad, ¡oh, bendita soledad! Nos sentimos solos cuando estamos acompañados y nos sentimos acompañados cuando estamos solos, y viceversa. ¿Tiene sentido? Algunas veces me aterra que la posibilidad encontrar a alguien que nos sostenga, alguien que nos guíe (o por lo menos que esté igual de perdido que nosotros) sea meramente quimérica. Nacemos y morimos solos, eso es lo que muchos dicen. Sin embargo, también me gusta imaginar que existe alguna especie de fuerza metafísica encargada de unir a esas almas que pertenecen a estar las unas junto a las otras. Y con esto no estoy hablando del romance burdamente entendido, estoy hablando del amor en su totalidad. Tomemos, por ejemplo, a la amistad. Cuántas veces conocemos a una persona que parece entendernos como siempre habíamos soñado, en la cual depositamos todas nuestras esperanzas de completud. Y cuántas veces esperamos que ellos logren darle a nuestra existencia el sentido que nosotros nunca pudimos descifrar y cuántas veces nos terminan decepcionando si fallan, o si no actúan como nosotros esperábamos. Qué seres egoístas somos los seres humanos. Nuevamente aparece la duda del por qué.

Todo es absurdo, nada tiene sentido, estoy divagando. 

miércoles, 24 de mayo de 2017

Capítulo 2

Salvador.
Siento a mi cuerpo moverse en dirección al que será mi próximo empleo pero yo no me siento sujeto parte de la acción. Probablemente porque todavía no termino de asumir que mis viajes por el mundo terminaron. La negativa de la comunidad científica ante mi petitorio de beca para investigación me obligó a enfrentarme a la escasez de recursos. Por suerte, Ariana pudo convencer a su madre de que me ofreciese un trabajo (tras modificar mi currículum, por supuesto), razón por la que estoy dirigiéndome, un lunes a las siete de la mañana, al instituto psiquiátrico Rosa de los Vientos.
-Bienvenido a Rosa de los Vientos. ¿Qué puedo hacer por usted?
Mi yo metafísico  parece volver a conectarse con el material y soy consciente de que me encuentro frente a la recepción del instituto. Observo el lugar, sin sorprenderme de la cantidad de blanco que hay a mi alrededor. Lo único que parece contrastar con la sobreabundancia de dicho color es el escritorio caoba de la mujer que está sentada frente a mí, observándome como si esperase a que dijera algo. Cierto, acaba de preguntarme algo.
-Soy Salvador Presma-Le respondo, plasmando en mi rostro la sonrisa más encantadora que logro esbozar-Tengo una entrevista con la señorita Velázquez.
-Oh si, por supuesto doctor Presma. Disculpe, es sólo que no estaba esperando a alguien tan…joven.
Reprimo el impulso de borrar la sonrisa y poner los ojos en blanco. ¿Por qué será que las mujeres tienden a aferrarse a la más mínima señal (o lo que ellas creen es una señal) de interés? ¿Acaso no entienden que una sonrisa no es más que una sonrisa? Nota mental: evitar ser demasiado amable con esta regordeta mujer de labios exageradamente rojos y grandes ojos oscuros, claramente anhelantes de una mínima señal de atención masculina.
-¿Podría indicarme cómo llegar a su oficina?
-Sí, sí. Por supuesto-La mujer vuelve a ruborizarse y se pone de pie, intentando disimular su incomodidad.
Me guía por un pasillo que se encuentra al atravesar una puerta ubicada exactamente detrás de la silla de la secretaria, hasta llegar a la puerta del fondo. Ésta tiene un cartel en letras doradas que reza Gabriela Velázquez. Imponente, el dorado es un color imponente. La mujer se queda parada sin hacer ni decir nada, por lo que me veo obligado a golpear la puerta yo mismo (volviendo a reprimir la irritación). Al abrirse, veo aparecer frente a mis ojos a una mujer de porte erguido, extremidades largas y delgadas, pelo negro y corto hasta los hombros, y unos ojos verdes que parecen demasiado fríos como para intentar analizarlos. Esta mujer no se parece en nada a la imagen que me había hecho de la madre de Ariana en mi cabeza.
-Buenos días. Usted debe ser Salvador Presma-Su voz suena tan rígida como lo es su postura.
-En efecto señorita Velázquez. Un placer conocerla al fin.
Extiendo mi mano hacia ella a modo de saludo. La mujer me la estrecha y, otra vez, me sorprende su firmeza y seguridad.
-Creo que ya podés retirarte Marcela. El doctor Presma y yo tenemos una entrevista pendiente.
-Disculpe señorita Velázquez.
Dicho eso, y tras dedicarme una última mirada con lo que cree es disimulo, Marcela se retira por el mismo pasillo por el que vinimos.
-Pase por favor doctor.
Su oficina no refleja ningún tipo de gusto o característica personal. Las paredes están pintadas de color gris, los muebles son de madera y no veo ningún cuadro, fotografía u objeto que podría darme un indicio de quién es Graciela Velázquez. Suelo ser un buen observador, logrando entrever las facetas ocultas de la gente incluso antes de que me muestren la máscara que han decidido lucir. Y suelo usar eso a mi favor, porque saber quién es alguien incluso antes de saber quién quiere o pretende ser, puede resultar sumamente útil a la hora de obtener beneficios de su parte. Sin embargo, la oficina de mi futura jefa no me dice nada.
La observo acomodarse en la silla de cuero negro detrás de su escritorio y extender una mano hacia el lugar frente a ella, indicándome que la imite. Sin dejar de sonreír acato la silenciosa orden.
-Mi hija ha hablado mucho de usted doctor Presma-Dice Velázquez sin dejar que sobre nosotros caiga el silencio incómodo.
-Espero que hayan sido buenas referencias.
La mujer no sonríe, dándome a entender que esa no es la estrategia apropiada para abordarla.
-Su currículum es impresionante, debo admitirlo. Cuénteme un poco más acerca de su experiencia en Afganistán .
Me sorprende que, de toda la sarta de proezas y actividades que incluyó Ariana en mi currículum, su madre decida preguntarme acerca de la única verdadera, la única de la que en realidad puedo hablar.
-Era un lugar muy pobre y necesitaban ayuda médica. Yo apenas tenía veinticinco años, recién salido de la Universidad, listo para explorar el mundo. Fue una experiencia gratificante. En un principio, realizaba únicamente tareas pediátricas, porque los niños eran los más afectados. Pero, a medida que avanzaban las guerras y el panorama se volvía más violento, comenzaron a aparecer hombres con trastornos psiquiátricos.  Un médico no puede tomar partido así que atendíamos a todos por igual, al violento y al violentado.
-¿Le fue difícil mantenerse neutral en ese tipo de situaciones doctor?
Algo en el tono de Graciela Velázquez hizo que levantara la vista y la observara con fijeza por unos segundos. Su rostro se mantiene imperturbable, luciendo la misma expresión que tenía al salir de su oficina para recibirme. Me pregunto por qué le interesa tanto el tema de la guerra; el tema de Afganistán, el tema de la neutralidad. ¿Acaso…? No, eso es imposible. Es imposible que esta mujer (o cualquier otra persona que no fuésemos Ariana o yo) sepa qué fue lo que realmente pasó en Afganistán.
-Para nada.
Estoy seguro de que sabe que estoy mintiendo, así como también ella es consciente de que yo sé que sabe que no estoy diciendo la verdad. Ninguno de los dos dice nada por un momento. Nos mantenemos mirándonos a los ojos, estudiándonos, analizándonos. Siempre ocurre lo mismo cuando se busca trabajo en una institución: el empleador necesita saber cuánto están dispuestos a soportar los empleados, qué clase de personas son, cuánta habilidad tienen guardando secretos. ¿Por qué es relevante guardar un secreto en una institución? Porque éstas están construidas sobre redes de mentiras y secretos que se van entrelazando unas con otras hasta construir un colchón de aterrizaje seguro para quienes tienen el poder, el control. Supongo que Velázquez ve en mí una gran habilidad para guardar un secreto porque ninguna otra cosa puede explicar que de sus labios salga, así sin más, lo que dice a continuación:
-Bien, creo que todo está demasiado claro en su currículum como para que sigamos extendiendo esta entrevista. Tengo cosas que hacer. Bienvenido oficialmente a Rosa de los Vientos.
Se pone de pie y extiende un brazo hacia mí. Sorprendido por la velocidad de la entrevista hago lo propio con mi brazo y sellamos un acuerdo del cual no creo estar cien por ciento seguro de conocer todas sus cláusulas.
-Su horario de trabajo es de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, de lunes a viernes. Si lo necesitamos algún fin de semana lo llamaremos pero por ahora no están incluidos en su horario de trabajo habitual. La lista de pacientes con sus respectivas medicaciones y condiciones se encuentran en su oficina. Aquí tiene las llaves y cualquier cosa no dude en llamarme a mí o a Marcela.
Tomo las llaves, asiento y salgo de la oficina, aún estupefacto. Esto no puede haber sido tan fácil. Antes de dirigirme a mi nueva oficina, aunque tras haberme alejado de la oficina de mi nueva jefa, llamo a Ariana.
-¿Qué querés?-Pregunta sin siquiera saludarme.
-¿No vas a felicitarme por haber obtenido el trabajo de manera oficial?
-Era obvio que te iba a contratar, el currículum que te hice es impresionante.
-Esa misma palabra fue la que usó tu madre para describirlo. Aunque, sorpresivamente, por lo único por lo que me preguntó fue por Afganistán. Creí que lo habías sacado.
La oigo suspirar al otro lado de la línea.
-¿Qué le dijiste?
-Lo mismo que le digo a todo el mundo que me pregunta. Pobreza, niños, enfermos mentales, neutralidad. ¿Qué otra cosa podría decir?
-¿No mencionaste a…?
-No Ariana. Dios, ¿cuándo la he mencionado en alguna conversación? Si vamos a hacer esto juntos voy a necesitar que tengas un poquito más de fe en mí.
-Confío en vos Salvador, es sólo que todo esto es muy complicado. Mentir, tener que cuidar todo lo que decimos y todo lo que hacemos constantemente.
-Lo sé, lo sé. Nunca te olvides de por qué estamos haciendo todo esto Ariana. Va más allá de mí, más allá de vos y más allá de ella.
-Sí, tenés razón. Estoy cansada, nada más. Me alegra que la entrevista haya salido bien.
-A mí también. Descansa un poco Ariana, lo mereces.
Sin esperar a que me responda le pongo fin a la llamada. Ahora sí me encamino a mi nueva oficina. El interior es una réplica exacta de la oficina de Graciela Velázquez, lo que me confirma mi hipótesis de que en ella no había ningún resabio personal. Dejo mi maletín en el sillón de cuero negro asignado para los pacientes (el cliché de los consultorios psicológicos o psiquiátricos) y permanezco unos minutos observando el cuarto. Tras el escritorio hay un gran lleno de cajones (cada uno marcado con una de las letras del abecedario), el cual asumo es el que contiene todos los expedientes médicos. Me acerco a él, abriendo todos los cajones aunque sin sacar nada. No sé si estoy listo para ver a la gente que han metido en este lugar; no sé si estoy listo para intentar comunicarme con ellos; no sé si estoy listo para volver a encontrarme con la parte de mí mismo que cree que aún hay esperanzas. El discurso lo tenemos todos, pero el accionar es sólo de algunos pocos. ¿Qué pasa si Salvador Presma es solo un hombre de discurso?


lunes, 22 de mayo de 2017

Y si...

¿Y si ese sentimiento de incompletud que parece motivarnos a buscar a alguien más, que encaje con nosotros, que nos de lo que no tenemos, no fuese más que la mera certeza de sabernos insignificantes en este mundo tan hostil? Quizá buscamos consuelo en el otro, no porque creamos que de verdad va a completarnos, sino porque necesitamos un segundo de tranquilidad, porque necesitamos una seguridad dentro de tanta incertidumbre. Quizá ese “otro” no es más que un analgésico: detiene el dolor pero no lo elimina.

Capítulo 1

Samantha.
La oscuridad me abrasa por completo y estoy a punto de hundirme en el abismo cuando, de pronto, abro los ojos. Me encandila la claridad de la habitación en la que me encuentro y tengo que pestañear varias veces antes de poder acostumbrarme a la luz. Estaba soñando que me hundía en el vacío, otra vez. Uno pensaría que tras tener el mismo sueño noche, tras noche, tras noche, aprendería a acostumbrarse y dejaría de tenerle ese miedo visceral que nos hace sudar e hiperventilar. Pero no. El miedo y la oscuridad no me abandonan, así como tampoco el hastío que me provoca saberme en un lugar al que no pertenezco.
Oigo el crujir de la puerta al abrirse y, contrayendo todos mis músculos en estado de alerta, clavo la mirada en la mujer que entra a la habitación a paso de gacela, atenta a cualquier reacción del que cree es su predador. Son seguramente las nueve de la mañana, hora en la que, sin falta todos los días, la enfermera trae una bandeja con mi desayuno y los medicamentos recetados por el doctor. No tengo permitido tener objetos como relojes, porque se supone que no me ayudan en el “proceso de curación”, así que tuve que mirar un día uno que llevaba puesto mi psiquiatra y pasarme la noche en vela contando los segundos hasta que logré incorporar el horario a mi organismo. A decir verdad, creo que la prohibición de los relojes se debe a que no les gusta que tengamos conciencia de la vida en el exterior porque, y lo digo desde la propia experiencia, la incertidumbre me pone más histérica que el conocimiento del tiempo.
-Estás despierta-Comenta la mujer, más para sí misma que para mí.
Me limito a continuar observándola con fijeza, admirando los finos rasgos de su rostro. Lleva el sedoso pelo castaño atado en un rodete, lo que resalta sus gélidos ojos grises y sonrisa bonachona. Me pregunto cómo me verá ella a mí, cómo luciré en este momento. Otra de las prohibiciones de la institución son los espejos, elementos perjudiciales para personas con trastornos alimenticios, esquizofrenia, entre otros.
-¿Seguís sin hablar querida?-Pregunta.
Intento sonreír, pero por la expresión de la enfermera, dudo haber provocado el efecto tranquilizador deseado. He ahí otra de las múltiples formas en la que se malinterpreta lo que intento transmitir. Ojalá supiera lo que pienso. Ojalá todos supieran lo que pienso. Así todos podrían entenderme y desaparecerían los malos entendidos, principal causa por la cual gente como yo termina en lugares como estos.
-Los medicamentos-Me recuerda.
Casi podría decir que me ofende el hecho de que se quede en el cuarto hasta que tomo los medicamentos. Como si no los tomara todos los días. Como si no me gustara lo adormilada que me hacen sentir después. Y como si no estuviese ya en el punto de la resignación, en el cual creo que es mejor seguir la corriente antes que intentar, nuevamente, explicar por qué no debería estar ingiriendo ningún tipo de droga. Sin decir una sola palabra, agarro el frasco con las dos pastillas rosas y las dos naranjas y me las trago sin siquiera tomar agua. No la necesito. El dolor de garganta que provoca su descenso hasta mi estómago me hace sentir una especie de molestia placentera, porque el hecho de que algo me provoque aunque sea el más mínimo dolor, me recuerda que estoy viva. ¿Qué mejor que la certeza de saber que seguimos existiendo?
La enfermera vuelve a sonreír, me obliga a abrir la boca para comprobar que me las haya tragado a las cuatro y se retira sin decir nada más. Al no sentir hambre, dejo de lado la bandeja con comida y vuelvo a acostarme en la cama, donde las sábanas ya se tornaron frías otra vez, y donde me preparo mentalmente para incursionarme en ese  negro abismo aterrador que me acompaña cada vez que cierro los ojos.
Es un desierto la calle en la que solía estar mi casa. ¿Por qué está tan vacía? ¿Qué pasó con la gente? Generalmente a esta hora ésta se encuentra atestada de niños jugando, adultos caminando por los alrededores haciendo ejercicio, adolescentes paseando… ¿qué habrá pasado? Me deslizo entre los jardines abandonados, sin saber con exactitud el punto hacia el que me dirijo. Mis pies parecen moverse de forma automática, controlados por la abrasadora necesidad de ir… ¿a dónde?
Deambulo por la casa de los Maldonado, por la de los Pérez González, incluso por la mía, sin tener en cuenta el hecho de que no parece haber nadie cerca. Todo parece normal. Las viviendas se encuentran en perfecto estado y los jardines hasta parecen más florecidos que nunca. ¿No es raro que haya tanta vida en un lugar que esté tan desolado? Siento retortijones en el estómago, los cuales suelen advertirme que algo no está bien, que debo huir. Suelo confiar en mis instintos, sin embargo hoy decido ignorarlos. La curiosidad ha ganado la guerra y sigo caminando, haciéndole caso a mis decididos pies.
-Sam-Oigo a alguien susurrar.
Volteo, sobresaltada, los retortijones en el estómago llegando al punto de éxtasis, para encontrarme cara a cara con Orión. Sonrío aliviada, aunque mi estómago no parece compartir el sentimiento. De todas formas, me había acostumbrado a esos tirones que me provocaba la  simple visión de su rostro lleno de cicatrices. Siempre lo había relacionado con una especie de inmaduro nerviosismo.
-¿Qué haces acá?-Mi voz suena tan fuerte en el desierto de la calle que hasta se escucha un ligero eco.
-Vine a buscarte.
Orión no se mueve, permanece imperturbable en el mismo lugar en el que estaba cuando lo vi. ¿Por qué no se acerca a mí? Necesito tenerlo más cerca para saber que es real.
-¿Y llevarme a dónde?
Esboza una sonrisa casi perversa. Esta vez, mi estómago toma la delantera y todo mi cuerpo se tensa. ¡Peligro! Grita mi subconsciente. Sin si quiera meditarlo, salgo corriendo a toda velocidad. El sonido de mis pasos retumba debido al silencio, al igual que mi entrecortada respiración. Corro y corro sin atreverme a mirar atrás. El miedo recorre mi sangre, pasando por todas partes de mi cuerpo y, no sé cómo, pero sé que lo peor está por venir.
¡ZAS!
Empiezo a caer por el precipicio durante lo que me parecen años. De un segundo a otro, el suelo bajo mis pies desapareció y empecé a caer sin poder parar, sin saber cuándo o sí llegará a su fin. La oscuridad me consume, me envuelve entre sus garras y ya no sé que hacer. No pienso, no intento hacerlo tampoco, sino que me rindo, aceptando que este podría ser mi fin.
-¡SAMANTHA!
Siento mis lágrimas antes de darme cuenta que estoy despierta, viva. Frente a mí se encuentra la misma enfermera que viene todas las mañanas a traerme mis medicamentos y la comida. ¿Qué está haciendo acá? Se supone que no tiene que volver hasta dentro de dos horas y media. La mujer parece notar el aturdimiento y el miedo en mis ojos porque se apresura en aclarar:
-Tranquila Sammy, es que no sabía cómo despertarte.
Debo admitir que me gusta que sea amable conmigo y que me trate bien, pero me molesta de sobremanera que me trate como a una niña de cinco años. Me hace sentir estúpida y sé que no lo soy.
-Vine porque tenés visitas-Agrega.
¿Visitas, yo? Si mi garganta no fuese completamente inútil, soltaría una carcajada. Es imposible que tenga visitas. Nadie sabe que estoy acá. Nadie. Ni mis amigos, ni mi familia. Me pregunto qué pensarán ellos de mí. Hace meses que desaparecí de sus vidas, decidida a no volver jamás y habiéndome asegurado de que  ninguno querría buscarme.
-Tomá, ponete la campera porque está frío afuera.
La enfermera extiende su brazo y me enseña una insulsa campera blanca que paso por alto. El tacto del suelo frío en mis pies descalzos es casi revitalizante. Los apoyo lentamente, saboreando el momento.
Caminamos en silencio hacia lo que parece ser el patio delantero. En los pasillos lo único que veo es blanco: enfermeras con uniformes blancos, pacientes con batas blancas y paredes blancas. ¿No sabrán los dueños de esta institución que éste es un color bastante perturbador? Varios de los pacientes sonríen al verme pasar, como una especie de gesto solidario, comprensivo; otros, ni si quiera voltean a mirarme, demasiado ocupados forcejando con las enfermeras como para hacerlo. Hay uno en particular que me llama la atención, una niña que no debe tener más de ocho o nueve años, quien suelta alaridos bestiales al tiempo que patalea con todos sus fuerzas intentando zafarse de las dos mujeres que intentan sujetarla por ambos brazos. Una tercer mujer aparece en escena con una jeringa en mano y una de las expresiones más serenas que vi en mi vida; su aparente control interno me provoca más escalofríos que la niña pataleando. La mujer se acerca a ella y en lo que parece ser cámara lenta le inyecta la jeringa en el brazo derecho. En lo que dura un segundo veo a la niña abrir los ojos de par en par, sorprendida, y caer inerte en los brazos de las dos enfermeras que la estaban sujetando.  Me obligo a apartar la vista de la escena y sigo caminando, tratando de recobrar la calma y regularizar mi respiración. Si tengo que ser franca, debo decir que el hecho de estar internada en esta institución no me provoca tanto miedo como lo hacen los tranquilizantes. Que alguien se vea con el derecho de inyectarnos un asqueroso líquido sólo para callarnos, para controlarnos, para dejarnos sin movimiento, que pueda hacerlo y que nadie le diga nada, eso sí me da miedo. Pánico. Así es como tratan a los animales cuando quieren cazarlos, cuando quieren domarlos, doblegarlos.
El frío aire de mediados de otoño hace que aleje mis pensamientos de la niña del pasillo y me concentre en la suave briza que me provoca un escalofrío placentero. Es hermoso. Sentir frío es como tragarse una pastilla sin agua, me hace sentir viva.
-Ahí están tus visitas querida-Casi me había olvidado que la enfermera venía caminando a mi lado-Voy a quedarme acá por si necesitás algo.
Al levantar la mirada para descubrir el misterio de mi visita, me encuentro cara a cara con mis padres. Mis pies se clavan en el suelo y se niegan a seguir avanzando. ¿Cómo supieron dónde encontrarme? ¿Qué hacen acá? ¿Qué quieren? Esas y miles de preguntan más navegan por mi mente mientras los gélidos ojos marrones de mi madre me escanean con la mirada.
-Hola Sammy-El cálido tono de papá hace que mis pies finalmente se dignen a avanzar hacia ellos.
Como siempre, sus brillantes ojos verdes reflejan todo el amor que siente por mí a través de esos redondos anteojos de marco negro. Mi cuerpo entero vibra ante la necesidad de refugiarme entre sus brazos, de que me consuele con un “todo va a estar bien tesoro”.
-¿Cómo llegaste a este horrible lugar Samantha?-Es lo primero que me dice Andrea.
Contrario a los de papá, los ojos de mi madre reflejan la desaprobación y lo que interpreto como asco, que siente al verme en esta posición. Siento una especie de mórbido placer al saber cuánto le afecta mi imagen con el traje blanco y los pies sucios al descubierto. No sé si le afecta más mi aspecto o el que esté en una institución psiquiátrica.
-Andrea-Susurra papá en tono reprobatorio.
Ella pone los ojos en blanco y vuelve a clavarlos en mí, esperando una respuesta que no puedo ni quiero darle.
-No tenés que decir nada tesoro, está bien. Tu doctor nos contó que estás teniendo problemas para hablar así que no queremos presionarte. Sólo queríamos verte, saber cómo estabas. Seis meses es mucho tiempo Sammy…
La culpa ruge en mi interior, amagando con dominar el campo emocional. Si papá supiera todo lo que pasé en estos últimos seis meses, sabría que todo lo que hice fue por su bien.
Andrea suelta un bufido.
-Deja de tratarla como si fuera una niña Marcos-Dice entre dientes-Ya es una adulta y tiene todo el derecho de irse de casa si quiere, de terminar en un lugar como este. Sólo vine para decirte una cosa Samantha: no puedo creer que después de todo lo que tu padre y yo te dimos nos hayas hecho esto. Dejarnos tirados como perros, como si no importáramos nada, tratarnos de la forma en la que lo hiciste. ¡No estarías viva si no fuera por nosotros! Ingrata, egoísta…
-¡¡Andrea!!-Grita papá. Ambas lo miramos sorprendidas. Él nunca levanta la voz-¿Cómo podés pretender que no se vaya si la tratás así?
-¿Y cómo querés que la trate Marcos? ¿Sos consciente de lo que nos hizo?
-Como vos misma dijiste, es una adulta. Puede elegir qué hacer con su vida.
Trato de sonreírle en agradecimiento, pero mi padre está muy ocupado fulminando con la mirada a Andrea como para notarlo. La mujer que dice ser mi madre suelta una carcajada sarcástica.
-Y acá estás otra vez Marcos, prefiriendo a la hija que te abandonó y se metió en un instituto para locos antes que a la mujer que estuvo a tu lado toda su vida, soportando toda la mierda que le tiraste y todos tus viajes eternos, que bien sabemos los dos eran para escapar de tus responsabilidades.
En mi cabeza la situación se vuelve caricaturesca y aparezco con la boca abierta y la mandíbula en el piso y los ojos saliéndose de las cuencas en señal de sorpresa. No me sorprende el que Andrea piense todo esto, siempre fue evidente en su trato hacia a mí y en los comentarios que hacía cuando papá se iba de viaje, los cuales se suponía debían ser sutiles pero eran más evidentes que su odio hacia mí. Lo que sí me sorprende es que esté diciéndoselo. Frente a papá, mi madre siempre se comportó como una mujer civilizada, cariñosa, amable… Es bueno saber que por fin se sacó la careta.
-Estoy harto Andrea, harto de vos y de tus planteos ridículos. ¿Podrías esperar en el auto mientras hablo con mi hija?
El tono gélido que posee la voz de papá se funde con el viento helado y nos provocan un escalofrío a ambas, a Andrea y a mí. ¿Son lágrimas lo que veo en sus ojos? Antes de que pueda seguir analizándolo se recompone y me dedica una mirada que contiene todos los reproches y frustraciones que dice le provoqué a lo largo de los años. En cámara lenta la veo levantar el brazo derecho hacia mí, la pulcra mano de uñas rojas y llena de anillos acercándose cada vez más.
Empiezo a gritar casi sin darme cuenta, casi sin sentir el escozor en mi mejilla que me provocó la cachetada. Los gritos de Andrea intentan sobreponerse a los míos y le doy la bienvenida al caos.
-Me arruinaste la vida pendeja, ¿ves lo que provocas? Tu hermana, tu papá y yo éramos felices hasta que llegaste vos.
-ANDREA ES SUFICIENTE.
Unos agudos chillidos silencian al mundo por un instante, aturdiéndonos, metiéndose en nuestra piel. Tardo unos segundos en darme cuenta que soy yo quien grita y que mis dos padres me observan atónitos: al asombro de Andrea lo acompaña una expresión de suficiencia y al de papá un mar de lágrimas.
-Tranquilos, yo lo arreglo-Anuncia una enfermera saliendo de la nada.
Ahora me empiezo a reír a carcajadas, tomando conciencia de lo ridícula que es la situación. ¿Cómo llegué a este lugar? ¿Por qué me alejé tanto de mis padres? ¿Cómo me encontraron siendo que fui sumamente minuciosa al ocultar mis huellas? Antes de responder aunque sea a una de las incógnitas siento un pinchazo en el brazo derecho y todo se vuelve oscuro otra vez. Lo último que veo antes de hundirme en la inconsciencia es la expresión asustada y dolida de mi padre.